«Todas hemos pasado miedo en este trabajo. Todas hemos tenido momentos de decir: ‘bueno, es que si alguien se revela o si me pasa algo, aquí nadie se entera’. Y atención, que el problema no son las personas que atendemos sino la falta de medios», aclara Maria Segovia, educadora social. Sofía Astorga, colega de profesión, la complementa: «El problema son las ratios, que la calificación del personal muchas veces no es la que toca, o que las formaciones internas no son las adecuadas o no existen».
Ambas forman parte de la plataforma Acció Social del Camp (de Tarragona), un grupo que había comenzado a organizarse el año pasado pero que ha tenido un punto de inflexión tras la muerte el 9 de marzo pasado de la educadora social Belén Cortés Flor en un centro tutelado de Badajoz. Tenía 35 años y fue asesinada por tres menores internos en el centro donde trabajaba.
Servicio público privatizado
La intención, como explica Noelia Jiménez, integradora social, es visibilizar y reclamar mejores condiciones para todos los profesionales que trabajan en el sector social, no solo educadores, sino también trabajadores sociales, psicólogos, auxiliares de enfermería... Todos comparten, explica, el trabajo con sectores de la población muy vulnerables como infancia, migrantes o personas mayores. En la inmensa mayoría de los casos se trata de servicios públicos pero que están delegados a entidades y empresas del tercer sector.
Y he aquí una de las primeras reivindicaciones de la plataforma, que ha comenzado a reunir casi a un centenar de personas: contar con unas condiciones de trabajo asimilables a las de sus compañeros que están contratados directamente por la administración. Ponen como ejemplo que en la ciudad de Tarragona, en un mismo centro de acogida de menores, La Mercè, hay grandes diferencias entre las condiciones de quienes trabajan para la administración y quienes lo hacen para entidades.
Explican las tres educadoras que cuando hablan de diferencias no se refieren solo a salarios, sino, por ejemplo, al hecho de que es habitual tener turnos de 12 horas y empalmar noches y fines de semana. Explican que en un recurso de protección de la infancia puede llegar a haber una sola persona atendiendo a seis u ocho menores con necesidades complejas durante la noche sin apoyo adicional. Son noches, relatan, en que muchas veces «toca hacer de limpiadora, cocinera, enfermera o taxista», lo que muchas veces lleva a desatender a unos niños en función de otros. «Vives solo para apagar fuegos», señalan.
La prueba, explican, de que las ratios no están ajustadas se encuentra en que generalmente no pueden ejercer el derecho a huelga porque cuando se decretan los servicios mínimos afectan al total de la plantilla que está trabajando.
Trabajadores ‘quemados’
Esto hace, apuntan las tres, que muchos trabajadores acaben ‘quemados’ y terminen abandonando, lo que genera una gran rotación. Es algo, señala Sofía Astorga, que tiene unas consecuencias tremendas para las personas y familias que atienden. La mayoría, dice, tiene trastorno del vínculo y cambiar de persona de referencia dificulta la recuperación y puede llegar a retraumatizar. «El vínculo es fundamental para trabajar aspectos como el respeto y la autoridad, y solo se construye cuando un profesional se involucra y se preocupa por brindar una atención personalizada», insiste Noelia.
La otra consecuencia de esta fuga de profesionales, señala Maria Segovia, es que con frecuencia los equipos son muy jóvenes y no quedan profesionales con experiencia que sirvan de referentes.
Pese a todas las dificultades, las tres insisten en que quieren seguir trabajando en un sector que es su vocación y donde también hay satisfacciones, como cuando se ve a personas salir adelante después de pasar grandes dificultades. Y, sobre todo, reclaman que no se usen las circunstancias para criminalizar a los más vulnerables.