El pasado 9 de julio, el presidente de Estados Unidos firmó el primer gran documento ideológico normativo de su mandato: La ‘Orden ejecutiva sobre la promoción de la competencia en la economía estadounidense’, que trata de restaurar la libertad económica en los mercados, presionados por prácticas monopolísticas crecientes.
La tesis aparece en el segundo párrafo del texto: «La promesa estadounidense de una prosperidad amplia y sostenida depende de una economía abierta y competitiva. Para los trabajadores, un mercado competitivo crea más empleos de alta calidad y la libertad económica para cambiar de trabajo o negociar un salario más alto. Para las pequeñas empresas y los agricultores, crea más opciones entre los proveedores y los principales compradores, lo que genera más ingresos para llevar a casa, que pueden reinvertir en sus empresas. Para los empresarios, brinda espacio para experimentar, innovar y perseguir las nuevas ideas que durante siglos han impulsado la economía estadounidense y mejorado nuestra calidad de vida. Y para los consumidores, significa más opciones, mejor servicio y precios más bajos».
Y poco después añade: «Sin embargo, durante las últimas décadas, a medida que las industrias se han consolidado, la competencia se ha debilitado en demasiados mercados, negando a los estadounidenses los beneficios de una economía abierta y aumentando la desigualdad racial, de ingresos y riqueza. La inacción del Gobierno federal ha contribuido a estos problemas, y los trabajadores, los agricultores, las pequeñas empresas y los consumidores pagan el precio».
La situación actual procede de las leyes supuestamente antimonopolio inspiradas por el influyente juez y profesor de Derecho Robert Bork en la época de Reagan, en los ochenta del pasado siglo (en 1982, Reagan lo nombró juez de la Corte de Apelación), que a su vez emanaban de la Escuela de Chicago. En los setenta, y frente al reccionario Bork, el juez Thurgood Marshall, de la Corte Suprema, había descrito las leyes antimonopolio como una constitución que restringe el poder corporativo.
En un caso de 1972, el juez Marshall declaró: «Las leyes antimonopolio... son la Carta Magna de la libre empresa. Son tan importantes para la preservación de la libertad económica y nuestro sistema de libre empresa como lo es la Declaración de Derechos para la protección de nuestras libertades personales fundamentales».
Pronto empezaron los ataques conservadores a estas tesis, basadas en el New Deal de Roosevelt, y al aplicar las teorías de Bork y sus compañeros ideológicos, los tribunales y las agencias (en un proyecto mayoritariamente bipartidista) levantaron las restricciones a las fusiones y alianzas corporativas y liberaron a las empresas dominantes para que se involucraran en prácticas desleales para excluir a sus rivales. Junto con esta restauración de las prerrogativas corporativas, las agencias federales antimonopolio y los tribunales adoptaron una actitud hostil hacia la acción colectiva -sindical- de los profesionales y otros contratistas independientes que defendían sus condiciones laborales. La aberración estaba en marcha.
Biden ha tomado claramente partido por la recuperación de la competencia en todos los mercados. No sólo entre las Big Tech, sino -como ha escrito Enrique Dans en uno de sus artículos diarios- «a todas las compañías capaces, por su tamaño y poder, de distorsionar la competencia y los mercados, desde las grandes farmacéuticas a las grandes compañías de agricultura, las empresas de transporte aéreo, marítimo o por ferrocarril, los proveedores de acceso a internet, o hasta la banca».
«Una iniciativa ambiciosa e importantísima -sigue escribiendo Dans- con el potencial de marcar un antes y un después en la economía norteamericana: el presidente ordena a toda la administración perseguir todo aquello que sugiera abusos de poder y condiciones de distorsión del mercado, desde volver a instaurar la neutralidad de la red, cuya eliminación no solo supuso menor inversión en infraestructuras y precios más elevados, hasta el control riguroso de las cláusulas de no competencia que impedían la libertad de movimiento de muchos trabajadores o la reinstauración del derecho a arreglar nuestros propios dispositivos. La tesis fundamental de Biden es clara: «sin competencia, el capitalismo es explotación».
La Unión Europea lleva tiempo en esta lucha, con la impotencia de no contar con el respaldo de la primera economía occidental. Ahora, si Biden persiste en sus posiciones, puede emerger un nuevo capitalismo mucho más humanista, integrador y equilibrante.