El pasado mayo, Marruecos estalló por lo que consideró una agresión intolerable de España: el 18 de abril, nuestro país alojó en una clínica a Brahim Ghali, líder del Frente Polisario y presidente de la República Árabe Saharaui Democrática, con serios problemas respiratorios y para ser tratado de Covid-19. El principal adalid de la independencia del Sáhara Occidental, que Marruecos considera territorio propio, entró en nuestro país con nombre falso -Mohamed Benbatouche- y su presencia se filtró tardíamente por medios indeterminados, lo cual encalabrinó todavía más a Rabat. La diplomacia española no se lució en absoluto. Nuestros servicios secretos todavía menos.
En mayo, Marruecos organizó su explícita represalia como suele hacer en estos casos: como medida de presión, permitió que 10.000 africanos, en su mayor parte marroquíes y unos 700 de ellos menores, se colaran en Ceuta, con el consiguiente barullo para la población ceutí en primer lugar y para los servicios policiales y sociales españoles en general. Con toda evidencia, aquella manipulación de menores fue un ardid, una herramienta, para causar a España el lógico embarazo, ya que los menores de edad están fuertemente protegidos por la legislación internacional. Cabe imaginar, con escaso temor a equivocarse, que aquellos muchachos no actuaron espontáneamente sino que fueron incitados por los esbirros de Mohamed VI a cruzar la verja, y en la práctica muchos de los que la pasaron libremente regresaron poco después a Marruecos a dormir a sus casas. En definitiva, aquel no fue un fenómeno migratorio propiamente dicho sino una bofetada marroquí a España por la ‘traición’ de acoger a Ghali.
El hecho de que Marruecos no respete la legislación internacional en sus rifirrafes con España no significa que España pueda hacer lo mismo en las distensiones posterioresEl resto de la historia es conocido: la desorientada ministra de Asuntos Exteriores, Arancha González Laya, fue destituida en la última crisis ministerial y sustituida por el diplomático José Manuel Albares, quien en la toma de posesión ya advirtió de que su objetivo preferente era restablecer las relaciones quebrantadas con Marruecos. La entrega de la cabeza de González Laya a Mohamed VI, que a algunos nos pareció una concesión excesiva a un régimen no democrático, y la posterior labor de Albares recompuso la situación, calmó al rey absoluto marroquí, y las aguas han vuelto a su cauce. También los 700 jóvenes marroquíes están siendo readmitidos por Marruecos. Pero el hecho de que Marruecos no respete la legislación internacional -la ley de los derechos del niño y la ley de extranjería están redactadas teniéndola en cuenta- en sus rifirrafes con España no significa que España pueda hacer lo mismo en las distensiones posteriores. La legislación internacional obliga a los estados a no devolver a los países de origen a los menores de edad, salvo que esté acreditado que cada uno de ellos, de forma individualizada, tendrá acogida familiar u oficial y no solicita acogerse al asilo. Las devoluciones masivas o grupales están estrictamente prohibidas por lo que el «retorno asistido» es ilegal, y los jueces lo han paralizado una vez que ha quedado acreditado que no existían expedientes individualizados para cada uno de los menores. Conviene hacerle ver, pues, a Marruecos que sus violaciones de la legalidad no se resuelven mediante otras violaciones en sentido contrario. El tráfico de personas requiere especial delicadeza. Marlaska se ha equivocado al ceder a la improvisación y habrá de reconocer que esos 700 menores han de ser tratados conforme a las leyes. Sin chanchullos y sin hacer la vista gorda como ha sido hasta ahora habitual.