«Sé el mejor en lo que haces mejor»: Charles Handy me resumió así en una conversación inolvidable su teoría del crecimiento personal y empresarial. Ahora me llega desde Londres la noticia de su deceso y con ella el eco de la entrevista que mantuvimos, una de las que no he podido olvidar.
Pero ¿Quién decide lo que haces mejor? ¿Y a quién corresponde juzgar si has logrado ser el mejor en lo que haces mejor?
«Cuando lo estés consiguiendo lo sabrás, respondió Handy, porque te sentirás cada vez más útil». Y esa utilidad, añadió, no depende del número de ceros de tu nómina o de la inclinación de la bisagra del director de tu sucursal bancaria al verte. Se trata de una satisfacción íntima y final que se justifica a sí misma. De repente, alguien te da las gracias por algo que has hecho bien y todo adquiere un nuevo sentido.
Handy era uno de los grandes directivos de la multinacional petrolera Shell cuando le dijeron que su padre, un humilde pastor protestante en una parroquia pueblerina, había muerto. Le fastidió dejar, aunque fuera por unos días, su vida de gran empresario y volver al pueblo en el que nació y que había abandonado porque «nunca pasaba nada allí».
Pero, al acercarse conduciendo a la iglesia de su padre, le sorprendió descubrir que cientos de feligreses, familias enteras, se dirigían hacia su funeral y se comentaban entre ellos cómo les había ayudado al morir alguien de la familia; al no poder pagar la hipoteca; al caer en una depresión...
Y tras hablar con ellos, Handy empezó a preguntarse quién iría a su propio funeral cuando muriera por mucho cargo que tuviera o por mucho patrimonio que dejara a sus herederos; y si quien iba a sus fiestas entonces lo hacía porque de verdad le querían o simplemente por quedar bien con el jefe.
Se preguntó, en fin, si su vida valía más que el sueldazo que le pagaban y se respondió que sí. Abandonó la Shell y sus privilegios y se dedicó a aprender y a investigar para un día explicar a los demás lo que vale la pena en la vida.
Con Charles y La pulga y el Elefante, uno de sus mejores libros, aprendí a ser la mejor pulga y a no envidiar a ningún elefante. La medida de tus logros, al cabo, debes ponerla tú mismo. Y sabrás que has conseguido algo cuando alguien te lo agradezca sinceramente sin esperar nada a cambio. Porque si dejas que otros decidan lo que has sido, eres, y puedes ser –y ojo a los cuñados en las cenas de navidad– estás perdido.
Me lo voy repitiendo cada navidad y más con los años; porque envidio el vitalismo sin edad de personas como Antoni Coll, que vino el otro día a nuestra clase de Periodismo en la URV y dejó a los estudiantes, ya en último curso y buscándose la vida, con la boca abierta.
Cada uno de ellos se preguntaba si sería de los pocos periodistas de este Diari que eligieron quedarse con él de director a cerrar la edición cuando en la madrugada del 12 de junio de 1987 una bomba de ETA contra la refinería de Enpetrol iluminó la noche en 50 kilómetros a la redonda con dos explosiones seguidas de una gigantesca llamarada. Y miles de vecinos de Tarragona cogieron el coche para salir huyendo.
Cuando Antoni Coll se fue, yo, que soy muy malo, pregunté a los alumnos quién se quedaría a ayudar en la redacción de su diario; en su empresa; en su edificio cuando llegara la pandemia, la inundación, el tsunami o, simplemente, una recesión económica de caballo como la que tantas veces ha vivido este país...Y no fueron muchos; pero entre los pocos que levantaron la mano sin dudarlo estaban los que serán los mejores en lo que hacen mejor.