El otro día me encontré por la calle con un colega que me contó que iba a darse una vuelta por Portugal. Ese fin de semana era el de las elecciones. Municipales y autonómicas, le recordé. Ni siquiera sé si se habría molestado en votar por correo. Con unas frases básicas describimos el panorama y concluimos que, en efecto, era buen momento para viajar a Portugal. Cuándo no lo es para este hogar de la nostalgia, con sus rutas apartadas, sus trenes y su frontera infinita en el tiempo y la distancia, que tan bien captaron en su literatura muchos escritores queridos.
Y no lo hacemos por huida, lo cual no tiene mérito ninguno; sino por verdadero amor, por amor al arte del país de los azulejos y el fado, del Alentejo y Trás-os-Montes. También del hipnótico idioma portugués que hemos leído en Lobo Antunes, y de los hermosos libros de Miguel Torga, que tanto nos cuesta conseguir porque nadie reedita, los fue publicando Alfaguara en los ochenta y noventa en versiones de la traductora salmantina Eloísa Álvarez y ahora descatalogados, abandonados a su suerte, o a la de los buscadores incansables de los rastrillos y algún intuitivo usuario de las bibliotecas públicas.
El viaje es inherente al ser humano y los portugueses no han eludido esa experiencia de transformación propia y ajena, que como curtidos navegantes les llevó por todos los continentes. Eran más de costas que de interiores, el mapa de su Imperio salpicado de pequeñas muescas territoriales de Japón a Canadá, parecía que quisieran llegar más allá y luego el intento quedó en nada, excepto en el caso de Brasil, que por cierto en un 60% de su superficie estaba conformado por selva.
Pero hoy no están bien vistos los imperios. Vasco de Gama, Magallanes, San Antonio, que se llamó de Padua aunque había nacido en Lisboa..., todos vestigios de una Edad Media que fue gloriosa para nuestra nación vecina, a la que ahora señala la estadística como la más envejecida de Europa y una de las más discretas.
Parece que se reconstruye poco a poco, con la discreción que le caracteriza. En determinados aspectos nos llevan la delantera. El sistema del Estado Nuevo impuso políticas contrarias a los doblajes, y por eso las películas se programaban en inglés en cine y televisión.
Después, en regiones de la Raya se recibía la señal de Televisión Española mejor que la propia, por lo que se adaptaron al castellano.
El resultado, generaciones de portugueses bilingües, o trilingües, a costa de buscarse la vida.
Sigamos a Unamuno, Torga, Alonso de la Torre. No dejemos de buscar a este país maravilloso.
«No hay cosa más difícil, bien mirado,
que conocer un necio si es callado».