Iago Fernández reseña ‘El sol de Lorrain’

Siempre hacia el oeste

29 junio 2024 12:49 | Actualizado a 30 junio 2024 15:00
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A priori, nada hace pensar que entre un abigarrado enjambre de turistas en las afueras de Sant Antoni, en Ibiza, y Juan Ramón Jiménez, Goethe y Strauss, por poner solamente algunos de los nombres que habitan las páginas de El sol de Lorrain, pueda existir ningún lugar de encuentro, ningún espacio donde sus intereses puedan llegar a coincidir. Si insistiéramos en mantenernos firmes en esta convicción, no nos quedaría otra que reconocer nuestro error cuando, al rato de haber echado a andar, nos diéramos de bruces con una flecha que indica que el camino hacia la puesta de sol está hacia el oeste. Puesta de sol, posta de sol, sunset, reza la señal que, glorieta tras glorieta, nos irá acompañando hasta alcanzar el destino final. Puede que esta parada última, meta o conclusión de nuestro recorrido, fin en sí mismo para algunos, sea el único punto de encuentro entre muchos de los personajes que aparecen en este libro y esos turistas –que no viajeros–, que, pertrechados con sus gafas de sol y sus móviles, anhelan por encima de todo vivir un momento de trascendencia.

$!Iago Fernández reseña ‘El sol de Lorrain’

Título: El sol de Lorrain
Subtítulo:
Un viaje hacia el atardecer
Autor: Daniel Muñoz de Julián
Editorial: La línea del horizonte
Páginas: 112

La belleza, como toda fuerza verdaderamente trascendente, posee la capacidad de acallar nuestras diferencias durante el breve espacio de tiempo que dura su sortilegio. El abigarrado enjambre de turistas de paso por Sant Antoni, Juan Ramón Jiménez, Goethe, Strauss. A todos ellos los somete e iguala la belleza del atardecer. Pero el poder arrebatador de este fenómeno tan único como poco valorado es relativamente reciente, así lo señala Daniel Muñoz de Julián, autor de este libro breve pero de fecunda erudición. Hasta el siglo XIX el sol había sido poco más que otra de las incontables contingencias que poblaban y hacían todavía un poco más imposible la vida de la gente. Apenas se reparaba en él más allá de su función prosaica de lumbre del mundo. Sin embargo, algo parecía haber cambiado durante el siglo XIX. Los románticos, mitómanos empedernidos, otorgaron a las idas y venidas del astro una significación estética completamente nueva. Aquí, no obstante, el autor de este libro nos recuerda la figura de Claude Lorrain, que, mucho antes que los románticos, allá por el XVII, había desarrollado ya su personal fijación en torno al rey de todos los astros, convirtiéndose así en epítome de esta nueva dimensión estética. Su obra logró desvincularse de la pintura histórica para dar rienda suelta a la obsesión de su creador: la búsqueda de la luz. Todas sus pinturas, de carácter eminentemente paisajístico, tienen como común denominador la luz en todas sus formas. Claude Lorrain fue un avanzado a su tiempo, la excepción que confirmaba la regla, pero fueron los románticos y el Gran Tour –uno de los inventos más longevos del Romanticismo– los que recogieron su testigo para consolidar una mirada y una percepción del atardecer que todavía permanece en el imaginario colectivo.

Ocurre a menudo que la belleza permanece inescrutable ante nuestro entendimiento, indescifrable en su naturaleza misma. Como si nos estuviera pidiendo que nos entregásemos a ella en un acto de fe. Daniel Muñoz de Julián trata de dar con una respuesta que satisfaga esa sorpresa inicial que experimentamos al ver reunidos en un mismo espacio a los dichosos turistas del móvil y las gafas de sol y a Juan Ramón Jiménez, Goethe y Strauss, entre otros. Y la respuesta no es fácil. Nunca suele serlo, pues a la dimensión artística de este fenómeno falsamente cotidiano –cada atardecer es único e irrepetible a su manera–, debemos añadirle la religiosa –de interpretaciones necesariamente plurales– y la científica. La respuesta más obvia quizá pase por afirmar que el atardecer no es otra cosa que el proceso en el que el sol rebasa el plano del horizonte y su altura pasa de positiva a negativa al adentrarse en el hemisferio no visible. Y pese a que esto no difiera un solo ápice de la verdad, como conclusión última de todo el embrollo se nos antoja corta e incompleta.

Con la voluntad de encontrar la esencia misma de este fenómeno que roza lo mágico, el lector, junto con Claude y el propio autor de este libro, recorrerá un sinfín de atardeceres. Y es que, como en toda búsqueda, el deleite de esta no residirá tanto en su conclusión, en el hallazgo de la respuesta que andábamos buscando, como en el camino que nos ha llevado a visitar todos y cada uno de los atardeceres que dan luz a este libro.

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