En el arte barroco, la iconografía cristiana oscila entre la crudeza de la mortalidad y la exaltación de la santidad.
Zurbarán, maestro de la sobriedad mística en un momento de emotividad artística, elude tanto la crueldad descarnada de Ribera como los excesos del barroco más exaltado. En su pintura, el dolor es recogido, la emoción contenida, y la figura humana emerge con una dignidad serena estremecedora.
La exposición “Zurbarán (sobre)natural” en el Museu Nacional d’Art de Catalunya (MNAC) nos invita a sumergirnos en esta dialéctica visual, donde la muerte no es un fin en sí misma, sino un elemento de meditación ascética.
En este sentido, su San Francisco de Asís, presente en la colección del MNAC y eje central que articula la narrativa museográfica, se inscribe dentro de una tradición iconográfica particular: el santo yace muerto en un éxtasis inmóvil que lo coloca en el umbral entre la vida y el deceso. La imagen deja su cuerpo suspendido en una espera silenciosa; un diálogo secreto con lo divino.
A lo largo de la exposición, vemos como los artistas se convierten en artífices del catolicismo para un público endémicamente visionario. Se crean interacciones espirituales y conceptuales entre diversas piezas que van más allá del tiempo y del espacio, regalando un diálogo que juega con la sensibilidad humana y la mística de la luz celestial, llegando a encontrar lo divino en lo mundano como lo hace «María (a Francisco Zurbarán)» de Eulàlia Valldosera frente la «Virgen de la Merced con dos mercedarios», cedida por el Prado, y la “Inmaculada Concepción” del mismo Zurbarán.
Estos encuentros entre pasado y contemporaneidad no solo nos hablan del trascendente poder del arte, sino que sirven también como recordatorio del inherente esplendor místico humano, a modo de mirada profunda al interior espiritual acrecentado por presencias superiores.
Las obras de Zurbarán sobre el episodio de 1449, ahora las tres juntas en un mismo espacio, se distinguen por su narrativa omitida e imperante solemnidad interpelante. La pintura conservada en el MNAC, ahora restaurada, presenta al santo en absoluta soledad, su cuerpo suspendido sobre un nicho neutro que acentúa la intensidad de su presencia descubierta por una luz externa; la antorcha que porta el espectador, que ha sustituido al Papa Nicolás V, y que es quien ahora “descubre” el cuerpo.
El realismo minucioso del pintor extremeño potencia el efecto de presencia: Francisco no es un espectro ni un cadáver, sino una figura suspendida en el tiempo, detenida en el umbral de la eternidad.
El arte de Zurbarán no pretende exaltar los milagros con grandilocuencia ni prodigios espectaculares, sino inducir al espectador a una reflexión pausada. En sus representaciones de San Francisco, no hay un cadáver corrupto que evidencie la vanidad de la vida, ni un cuerpo glorificado que proclame la victoria sobre la muerte. Su pintura nos ofrece una visión contenida, un momento de recogimiento absoluto en el que lo místico parece haber trascendido el tiempo, anclado en un instante eterno de oración y comunión con lo divino.
En este punto radica la fuerza del arte de Zurbarán: en su capacidad para representar la santidad con una economía de recursos que, lejos de empobrecer la imagen, la llena de significado. Su San Francisco no es un mártir que exhibe su sufrimiento ni un visionario arrebatado en éxtasis, sino un testigo silencioso de la fe, un cuerpo que, sin negar la muerte, parece haber trascendido su lógica.
En este equilibrio entre la carne y el espíritu, entre la materia y lo sagrado, la muestra nos ofrece una visión del misticismo donde lo bello y lo santo se confunden entre imágenes inmóviles y eternas.