Un lunes cualquiera por la tarde, las puertas de la bocatería Can Boada permanecen cerradas. Podría parecer que el local se encuentra sin actividad, pero en realidad atesora a cerca de una treintena de feligreses de la novela negra que escuchan, con atención, lo que sucede en una barra que hace unos meses abandonó la confección de bocadillos, pero que esta tarde sirve de escenario para hilvanar frases que esconden misterios.
Porque este día, como otro cualquiera de medianos de mayo es jornada de fiesta mayor para los devotos del club de lectura del Col·legi Sant Domènec de Guzman, Les Dominiques. Los fieles lectores que se reúnen habitualmente para disfrutar de la lectura tiene, esta vez, la posibilidad de releer el pasaje de uno de los textos en el mismo lugar en el que se inspiraron.
La escritora Margarida Aritzeta es la encargada de situarnos en el Can Boada de sus novelas negras, el mismo local cuajado de cuadros que son historia viva en el que nos encontramos; el mismo bar en el que se han ejecutado miles de bocadillos pantagruélicos; la misma tasca en la que, una vez se termina el pan se acaba la jornada laboral.
«Me inspiré de la realidad directamente», explica Aritzeta a la concurrencia, mientras explica que se decidió a comprobar la ‘experiencia Boada’ aconsejada por sus hijos, que le acompañaron a degustar uno de los manjares de la casa. Como muchos de los clientes del local, la experiencia le alimentó los sentidos. «Literalmente, no pude acabarme el bocadillo, pero comprobé de primera mano la creatividad del senyor Eduard», explica la escritora, que da fe de da creatividad del ‘jefe’ describiendo un típico desayuno a base de rovellones, romesco, carne y otros ingredientes.
La lectura nos sumerge en lo que podrían parecer los tópicos de la novela de género negro, pero pasados por el tamiz propio de Aritzeta, que con la última entrega del ciclo, Rapsòdia per a un mort, cierra el ciclo que iniciaron las novelas Els fils de l’Aranya y L’amant xinès. En esta última entrega, la trama se centra en la desaparición de un personaje de etnia gitana en la Part Alta de Tarragona, una trama que obligó a la escritora a ahondar en el leguaje y costumbres del colectivo. Además, la tercera entrega de las investigaciones de la detective Mina Fuster también indaga en las corrupción inmobiliaria y tiene como otros escenarios el espacio sin reconstruir de Ca l’Ardiaca, ubicado en el Pla de la Seu.
Y si Aritzeta aportó párrafo y contenido, quedó muy claro para todos los asistentes que el pan, y la miga, sigue corriendo a cargo del mítico Eduard Boada −tascaman retirado, hombre de frases certeras, emblema del seny trabajador y futuro pregonero de las fiestas de Santa Tecla− que deleitó a los asistentes con algunas anécdotas llenas de sabor. «Aquí han comido agentes de policía, pero también los detenidos», explicaba el senyor Boada, que, como siempre, mostró a los fieles del club literario su devoción por un local que está plagado de su historia.
Los que han pasado horas en Can Boada lo saben; adentrarse en la Catedral del Bocadillo es impregnarse de la historia de un negocio que, partiendo de una idea tan aparentemente sencilla como colocar alimentos entre panes, ha hecho historia. «Este es un bar humilde y sencillo, pero aquí han pasado muchas cosas», admite Boada, que detalla, con cierta nostalgia, que «antes este local estaba lleno de gente y ahora está lleno de recuerdos».
En efecto, las paredes hablan y, en el caso de Can Boada, gritan al recuerdo y a la creatividad desde los miles de recortes de periódicos. «Ahora que me he retirado, parece que todo el mundo me quiere, hablan de mi trabajo y me dan premios», comenta, socarrón, Boada, que avanza que tiene «casi terminado» un pregón que promete muchas pequeñas historias, retales y anécdotas que podrían llenar un libro propio.