Está en discusión el derecho a no vacunarse, esgrimido por los negacionistas. no hay duda de que se puede actuar para evitar que el díscolo que se niega a combatir el virus sea vehículo de contagio en el seno de la comunidad. En este sentido, es perfectamente legítimo y además deseable que se obligue radicalmente a vacunarse al personal sanitario y de servicios sociales en contacto con ancianos (residencias), pacientes (centros de salud), y que se impida a las personas no vacunadas acceder a recintos gregarios (cines, teatros, restaurantes) donde puede producirse con mayor facilidad el contagio.
Nada hay más tranquilizador que el garantismo judicial en las grandes democracias, pero ese criterio ha de aplicarse de acuerdo con el principio de racionalidad. No es racional pretender que la libertad de un ciudadano para contagiarse y transmitir el virus a su alrededor ha de predominar sobre el derecho a la vida de todos los demás.
Y si no se quiere imponer la vacunación obligatoria, hágase como ya se hace en Francia o Grecia: limítese drásticamente el acceso a los no vacunados a los lugares de encuentro de la ciudadanía, oblíguese a permanecer aislado, y promúlguese una norma penal que sancione a quien, por imprudencia, extienda la pandemia a personas de su alrededor.
Lo grave del caso es que el negacionismo casi siempre se sustenta sobre la superstición y la incultura; y esta evidencia lanza un expresiva señal a los responsables de la educación de todos los países, incapaces al parecer de infundir la racionalidad y la ética básicas al final de los ciclos de la educación obligatoria.