El modelo portugués de izquierdas, que fue adelantado del viraje hacia el centroizquierda que ha dado Occidente en los últimos años, ha saltado por los aires, sin que pueda darse una razón de peso para ello.
Como es conocido, el gobierno socialista encabezado por António Costa se formó en 2015 gracias al apoyo prestado por el Bloco de Esquerda (BE) -una especie de Podemos a la portuguesa- y por el Partido Comunista Portugués (PCP) al PS. El modelo se repitió tras las elecciones de 2019, pero comenzaron pronto las disensiones. De hecho, el presupuesto de 2019 fue aprobado a duras penas con los votos de las minorías; en 2020 salió adelante gracias a su abstención, y en 2021 ha sido rechazado por ellas, lo que supondrá probablemente la disolución del parlamento y la convocatoria de elecciones.
Mañana el presidente de la República, Rebelo de Sousa, que tiene amplios poderes constitucionales, tomará probablemente una decisión después de la reunión del Consejo de Estado. Paradójicamente, Rebelo de Sousa ha hecho esfuerzos inauditos para conseguir la estabilidad y la continuidad del gobierno, y ni siquiera la principal fuerza de la derecha, el Partido Social Demócrata, deseaba ir ahora a las urnas puesto que está teniendo lugar en su seno una costosa elección del liderazgo.
Las políticas de aquel gobierno han sido socialdemócratas, atemperadas a los criterios comunitarios, pero acabaron siendo rebatidas por los socios minoritarios del PS, que aspiraban a reformas más radicales y profundas, que Bruselas no hubiera admitido porque entraban en contradicción con los criterios comunitarios. De hecho, los sucesivos rechazos a los presupuestos se han debido a que, a juicio del BE y del PCP, no eran suficientemente de izquierdas. Conseguido el poder, las minorías utópicas han exigido lo que ningún gobierno sensato, europeísta y cumplidor de los Tratados podía ofrecerles.
España y Portugal, tan cerca y tan lejos al mismo tiempo, tienen hábitos políticos distintos y no admiten una comparación cabal más allá de las familiaridades que mantienen todas las democracias entre sí. Pero sí hay algunos parangones que pueden valernos, comunes a la izquierda.
Quizá el más claro es la imprevisibilidad del progresismo. La derecha es táctica, maquiavélica, y se encamina de forma rectilínea a la consecución del poder con fines claramente extractivos. Por el contrario, la izquierda tiene una propensión irrefrenable hacia la utopía, considera que el poder no es el objetivo sino el medio de conseguir unos fines filantrópicos y no tiene problema en autodestruirse si cree que con ello realiza un gesto de desprendimiento que beneficia a toda la sociedad. No hace concesiones apenas al posibilismo, no es pragmática -diga lo que diga la derecha- y no acaba de entender que la sociedad puede beneficiarse más de una izquierda templada que no se juegue a diario el ser o no ser que de una derecha que no sienta inquietud alguna por la desigualdad, que predique que lo más progresista es generar crecimiento sin pararse a ver cómo está distribuido este crecimiento o si han quedado víctimas en el camino.
Portugal no es España, pero estaría bien que nuestra izquierda aprendiera las lecciones de la historia, también la portuguesa.