Si alguien tenía dudas, parece ahora claro que Felipe VI, bien preparado para reinar, está desenvolviéndose con discreción y soltura en estos tiempos de franca adversidad para la Corona, en que la jefatura del Estado se ha visto, primero, sometida al procedimiento penal de un cuñado del Rey, con salpicaduras a su hermana la infanta, y, después, abrumada por las informaciones sobre su progenitor, quien no solo mantuvo una actividad privada impropia sino que actuó, según todos los indicios, como comisionista de altos vuelos, mientras en paralelo seguía influyendo en las relaciones internacionales como embajador filantrópico de los intereses empresariales españoles.
La Corona, que había conseguido afirmarse en las primeras décadas mediante un derroche de legitimidad de ejercicio tras lograr su legitimidad de origen en la Constitución, se ha debilitado como es lógico con el surgimiento de todos los escándalos que la han alcanzado, y hoy puede decirse que el Rey Felipe se ha sobrepuesto a las contrariedades con destreza. Pero no es cómodo ni saludable tener que torear a diario las noticias escandalosas que hacen referencia al Rey emérito, ni asistir a su expatriación exótica como un medio de alejarlo de las turbulencias que él mismo ha creado en la política española. Por eso, el Rey debería poder apoyarse en el leal consenso de las fuerzas mayoritarias, que, más allá de sus filias y fobias ideológicas, tienen la obligación de mantener el sistema estable y por lo tanto de apuntalar la jefatura del Estado.
El Rey ha hecho hasta el momento lo que está en su mano para dar transparencia a su Casa, hasta el extremo de que los Presupuestos son públicos. Además, ha reducido el concepto de ‘familia real’ a su mínima expresión, para que el ámbito público de su actividad esté menos expuesto a los errores de su entorno familiar. Y, por supuesto, ha desempeñado su papel tasado constitucionalmente con rigor escrupuloso.
Lo cierto es que el Monarca ha hecho cuanto está en su mano para desligar la institución de la influencia su padre y de los sectores reaccionarios que pretenden adueñarse de ella. Es profundamente injusta la afirmación de Iglesias cuando dice que la monarquía es «hoy es básicamente un significante identitario de la derecha y la ultraderecha políticas y sobre todo del reaccionarismo que habita en sectores muy importantes de la judicatura, de las fuerzas armadas y de ciertos poderes económicos y sus brazos mediáticos que siempre han considerado a su monarquía como un instrumento para hacer negocios». Precisamente la monarquía es la institución adecuada para que un país de banderías como el nuestro encuentre el punto de equilibrio en el vértice institucional. ¿Alguien se imagina «el arbitraje y la moderación» que podrían desempeñar, pongamos por caso, un presidente de la Tercera República como José María Aznar o como Felipe González o como Mariano Rajoy o como Alfonso Guerra? Es posible que el Rey no pueda salir de este laberinto solo, puesto que se encuentra con anacronismos que penden de la propia Constitución. La inviolabilidad del Rey (art. 56.3 C.E.) ha de ser eliminada o relajada para que se refiera exclusivamente a los actos realizados en le desempeño de la alta magistratura.
Quizá sea este el momento de arropar institucionalmente al Monarca mediante una ley orgánica que desarrolle las previsiones constitucionales del Título II, incluso antes de la más engorrosa constitucional que se precisa y que podría aplazarse ad calendas graecas en la cuestión sucesoria. Ello requeriría que las fuerzas democráticas lograran un reducto de consenso, al margen de la pelea diaria. No es probable que acontezca pero tampoco habría que descartarlo completamente.