El anuncio de que el 8 de febrero podremos utilizar el transporte público sin tener que llevar la mascarilla supone un alivio para los usuarios de este servicio y una señal inequívoca de que, tres años después, estamos a las puertas de dejar atrás una pandemia que nos ha cambiado la vida.
A las puertas –es necesario insistir–, porque sería un error considerar que ya estamos libres de aquel virus que provocó la tan mortífera Covid-19, como lo demuestra el hecho de que el tapabocas seguirá siendo obligatorio en los centros y establecimientos sanitarios, farmacias, ortopedias, ópticas y residencias incluidas, al tiempo que los expertos siguen recomendando su uso para las personas vulnerables o con síntomas –de Covid o de otra enfermedad respiratoria– estén donde estén.
El paso de la obligatoriedad de la mascarilla en el transporte a permitir que la lleve solo quien lo desee representa además una homogeneización de la norma con lo que sucede en prácticamente el resto del mundo, toda vez que solo nuestro país, además de Alemania –que las retirará la próxima semana– la mantenía como obligatoria en trenes, autobuses, aviones o metro. España escribe así un capítulo más de la desescalada de la mascarilla obligatoria, que en estos tres años no ha estado exenta de polémica dada su fuerte carga simbólica que la ha aupado como máximo icono de la pandemia.
Una polémica instalada desde el principio, cuando la escasez mundial obligó a Sanidad a recomendarlas tan solo a personas enfermas, con síntomas o sospechosas de estar contagiadas. Hasta el 4 de mayo de 2020, cuando por primera vez pasaron a ser obligatorias una vez se pudo bajar su altísimo precio gracias a los topes fijados por el Gobierno. Y entonces se impuso en todos los lugares, incluidos espacios al aire libre. Sí, el fin de la mascarilla es un alivio, pero haríamos bien en mantener ciertas precauciones; el virus todavía anda por ahí. No lo olvidemos.