La sexta oleada de la Covid ha desconcertado a la comunidad científica casi tanto como a las instituciones políticas. Con una vacunación muy avanzada, con una tercera dosis que avanza a buen ritmo y con unos hábitos que ya muestran la conciencia del riesgo que corre cada cual, la incidencia del contagio es elevada pero sus consecuencias son mucho menos lesivas: la última variante, el ómicron, es muy contagioso pero menos letal, de forma que los servicios sanitarios están lejos del colapso y la mortalidad se mantiene en límites bajos. Límites que son asumidos pasivamente por la opinión pública porque venimos de etapas dramáticas pero que son en todo caso aterradores: que mueran cincuenta o cien personas al día por causa de una pandemia es un hecho obviamente inquietante, aunque la naturaleza humana eluda el miedo relativizando el peligro.
En estas circunstancias, la sexta oleada, produce una amenaza ‘menor’ que las anteriores, por lo que el dilema entre mantener la normalidad -es decir, reducir todo lo posible las medidas de protección y el cese de la actividad económica- y regresar a la excepcionalidad -limitando la movilidad y por lo tanto afectando al movimiento mercantil- se vuelve polémico: mientras la madrileña Ayuso trata de hacer como si nada ocurriese para no lesionar las economías que dependen de un público activo, el catalán Aragonés ha adoptado decisiones que rigidizan la actividad, imponen toque de queda, limitan en fin el alcance de las celebraciones propias de estas fechas.. e irritan a los comerciantes. Y en el entremedio, las demás comunidades autónomas adoptan la posición intermedia que consideran más oportuna.Desde el primer momento, el Gobierno de la nación se ha limitado a tomar las decisiones de fondo principales, declarando en su momento el estado de alarma para que tuvieran amparo legal los confinamientos, las limitaciones a la movilidad, la obligatoriedad de las mascarillas, etc. Pero Moncloa siempre ha tenido claro que este es un Estado compuesto en el que el día a día ciudadano depende de las comunidades autónomas, que han sido convocadas docenas de veces (mediante la Conferencia de Presidentes) para tratar de poner en común inquietudes y soluciones. También ahora Sánchez ha invocado esta diversidad, y el Gobierno se ha limitado a recomendar la mascarilla en exteriores, sin interferir en la adopción o no de las demás medidas, algunas de las cuales han de ser autorizadas por los tribunales ya que limitan derechos fundamentales.
Ante esta actitud, la derecha española -el PP pero sobre todo Vox- ha denunciado la inexistencia de un criterio único, de una autoridad monocorde, de una norma universal, y han considerado risible que Sánchez no vaya más allá de extender la mascarilla obligatoria a exteriores. Ya sabemos que Vox es frontalmente contraria al Estado de las Autonomías (lo suyo es la España una, grande y libre) pero parecía que el PP, que ha tenido largo tiempo responsabilidades de Estado y gobierna en varias autonomías, había ordenado las ideas al respecto.
Lo que se echa en falta en todo este debate sobre las competencias es un modelo claro de organización. La Conferencia de Presidentes, no tiene encaje constitucional alguno, es un ‘invento’ afortunado de Rodríguez Zapatero, que convocó la primera en octubre de 2004 y que fue concebido como «órgano de máximo nivel político de cooperación entre el Estado y las comunidades autónomas». Pues bien: ese órgano de máximo nivel ya esta teóricamente inventado por la Constitución y era/es el Senado, la Cámara Alta, el equivalente al Bundesrat alemán. Solo que aquí no se ha dotado de las atribuciones necesarias para que cumpla su labor. Estamos en fin en un Estado federal que no tiene órganos federales genuinos, y los que se han improvisado son inoperantes por mal diseñados. Tenemos un problema que solo se resuelve mediante una reconsideración constitucional que culmine el inmanejable Estado autonómico.