Viernes Santo es sinónimo de multitudes y para disfrutar de una buena posición en la Baixada de la Peixateria hace falta llegar temprano. Roser e Imma son tarraconenses que no habían visto nunca la Recollida dels Passos. Ayer se estrenaban. «Vamos preparadas para la vida moderna», decían. A las 15.30 horas ya habían plantado sus sillas y esperaban para vivir uno de los momentos más emotivos de la Setmana Santa desde primera fila. «Hemos llegado temprano, ahora esperamos que no venga todo el mundo y se pongan delante», añadía.
A las cuatro de la tarde en punto empezaban a escucharse los tambores de los Armats, que salían de la Plaça del Rei. La primera parada, en la iglesia de Sant Agustí. En su interior les esperaban los miembros del Descendiment de la Creu, los protagonistas involuntarios de una Setmana Santa que este año han vivido más cerca de su paso que nunca. Este no pudo salir, ya que en 2022 sufrió una avería que le impidió participar en el solemne acto.
«Es un día triste y te deja chafado, pero esperamos que el año que viene esté todo solucionado y que podamos conseguir los recursos que nos faltan, que confiemos que no será difícil porque ya tenemos el 70% del total», decía el presidente de la entidad Jordi Folch. Un silencio sepulcral recibía a la Cohort romana dentro de la iglesia. Este les acompañó durante todo el acatamiento, en el que tan solo podía escucharse el raspar de las sandalias y el sonido metálico de las lanzas cada vez que picaban en el suelo. Y con esto aparecían las primeras lágrimas.
Pero no había tiempo para lamentaciones y mientras un cálido aplauso agradecía este gesto, los Armats iniciaban el recorrido hacia la Rambla Vella, donde ya les esperaban los dos pasos de La Salle.
De la Rambla Vella a la Plaça Verdaguer y mientras los Armats iniciaban el recorrido hacia la Rambla Nova y la calle Unió, en la Baixada de la Peixateria ya no cabía ni un alfiler. El público con sus móviles en mano no se perdía detalle y agradecía el esfuerzo con cálidos aplausos, que espoleaban a los portantes sacando las fuerzas de allí donde no las había para cubrir este complicado tramo.
«La sensación de ir debajo es inexplicable», decía Juan Antonio Picón. Con 18 años, esta era la segunda ocasión que salía como costalero del paso de San Juan Evangelista y Nuestra Señora de la Amargura. Este aseguraba que los nervios para que «todo salga bien» son inevitables en el momento de la recogida. Pese a ello, considera que «lo que vives dentro de la procesión es inexplicable. Hay momentos en los que no puedes más y pensar en los que ya no están ahí y los aplausos de la gente hace que encuentres las fuerzas donde no las hay».
Picón viene de una familia de costaleros. Este año debajo de los pasos les faltaba gente y les quedaban algunos huecos que no pudieron rellenar. Pese a ello, la cofradía de los andaluces tiene cantera y los jóvenes están tirando del carro. Un esfuerzo que los demás miembros de la hermandad les agradecían con un largo aplauso, mientras el Cristo del Buen Amor y Nuestra Señora de la Amargura se plantaba en la Plaça del Rei. Y referente a esta última había que fijarse en un último detalle, la cruz del Descendiment en la mano, en solidaridad con esta cofradía.
La falta de relevo generacional es un problema para muchas entidades. Y esto hacía que Víctor González volviera a vestirse la vesta, como portant del Sant Sepulcre. Vivió una primera etapa de ocho años en el año 88 y después lo dejó. «Me comentaron que les faltaba gente y he vuelto», decía. ¿La motivación? «Por un tema religioso y por tradición», añadía.
La Plaça de la Pagesia estaba repleta para presenciar uno de los momentos más emotivos, cuando La Pietat y el Sant Sepulcre se saludaban, mientras los Armats ya enfilaban para recoger el último paso, la Soledat.
Mientras, la Plaça del Rei completamente vallada para facilitar que todo el mundo pudiera llegar a sitio. Entre los encargados de controlar los accesos, Álvaro Guerra, voluntario de Protecció Civil, que estuvo haciendo guardia en la calle Santa Anna durante toda la tarde y hasta el final de la procesión. «En días así resulta muy difícil, porque hay mucha gente y todo el mundo quiere acercarse a hacerse fotos con los pasos», decía.
Menos gente por la pandemia
Emili Garcés sumaba ayer su trigésimo tercera procesión como ganxo del Jesús de la Passió. «Es inevitable que ahora salgan los nervios de cada año», decía. Por su parte, Pau Bellar, de 18 años se estrenaba con el Sant Sepulcre. «Un amigo me dijo que les faltaba gente porque después de la pandemia les estaba costando que la gente volviera y aquí estoy emocionado y con muchas ganas», afirmaba.
Pasaban pocos minutos de las 18.30 horas de la tarde cuando hacía su aparición en la Plaça del Rei La Soledat, ‘La Sole’, para su gente. Debajo de las faldas del misterio Pilar Gazquez, de 56 años, la primera mujer portante de esta cofradía que en 2019 abrió el camino para que otras tres mujeres la acompañaran este año.
«He luchado muchos años para conseguir estar dentro, pero soy como una mosca cojonera y al final lo he conseguido», decía Yoli Alabart. A los siete años entró a la cofradía y con 18 ya pedía poder llevar la virgen a cuestas. Al final, lo consiguió a los 38.
«Después de la pandemia de la Covid a todos nos falta gente y esto ha facilitado que las mujeres podamos estar aquí», apuntaba. Alabart se mostraba convencida de que con los años su presencia irá a más. «Esto es como los castells, estoy convencida de que pasará lo mismo», afirmaba.
Laura Sánchez, de 32 años, se estrenaba este año. «Hacía mucho tiempo que quería venir, pero por trabajo no podía, pero este año sí y es una experiencia muy chula», afirmaba.
Unas sensaciones que Marina Molina (31 años) también experimentaba, aunque en su caso esta era la segunda ocasión que iba en esta posición. «Toda la vida he sido congregante, mi pareja es portante y mi padre es el capataz, en casa todos somos muy devotos de La Sole», apuntaba.
Por primera vez, cuatro de las diez portantes que iban debajo del misterio de La Soledad eran mujeres, lo que evidencia como cada vez más estas también son presentes en una celebración que poco a poco va abriéndose a la realidad de la sociedad.