Es fácil deducir lo que está pasando en las ciudades más solicitadas por el turismo global: los hoteles son los primeros en subir precios porque el algoritmo de su aplicación en internet es inmediatamente sensible a la demanda. El precio de los pisos turísticos sigue al de los hoteles.
Lo que era alquiler por años se vuelve por días y acaba repercutiendo también en los precios de los pisos en venta o en alquiler a largo plazo. Al mismo tiempo, esa misma demanda turística atrae mano de obra a la hostelería y servicios igualmente global que, a su vez, necesitan pisos lo más cerca posible de sus trabajos, que están en el centro de las ciudades.
Y los salarios de la hostelería y sus servicios son más bajos que los de la Industria. Cobra menos el camarero de Salou que el empleado de un nivel similar en la petroquímica. Y si la demanda turística se extiende a todo el año, suben los precios de los alquileres no solo de temporada.
Al final, no es solo que la vivienda sea cara. No lo es para los sueldos de los turistas alemanes, holandeses o japoneses; pero sí para los españoles. La solución no es por tanto trabajar menos horas, me temo ministra Yolanda, sino educarnos, aprender y generar con nuestros empleos más valor que el que dan el sol y playa.
Además, el análisis miope de esa subida de precios detectaría a bote pronto dos culpables de que el trabajador español no pueda vivir donde le gustaría: el turista y el inmigrante extranjero.
Pero manifestarse contra los turistas, como han hecho estos días en Canarias o en Barcelona solo logra molestar a los pobres ciudadanos, que, como nosotros cuando vamos a sus ciudades de turistas, no tienen ninguna culpa.
Y en este punto es cuando la ciencia económica nos brinda la solución de la mano de uno del últimos premio nobel, David Card, quien demostró que ni la llegada de inmigrantes hacía bajar los salarios de los países que les daban trabajo; ni la subida del salario mínimo hacía subir ni los precios ni el paro en los países que lo aplicaban.
Su trabajo está fundamentado en estudios directos sobre el terreno y demuestra que los inmigrantes no hacen caer los salarios, sino que son rápidamente asimilados por el mercado de trabajo. Del mismo modo, la imposición de salarios mínimos no aumenta el paro, sino solo el poder adquisitivo de los trabajadores quienes, a su vez, contribuyen con su consumo al crecimiento económico.
Eso siempre que se aumente la formación profesional de todos. Y que las instituciones sean honestas y funcionen.
Y en ese punto otro premio nobel que acaba de recibirlo hace una semana, Daron Acemoglu, me lo explicó el mismo no hace mucho con un ejemplo, la ciudad de Laredo, entre EE.UU. y Méjico.
¿Por qué en el Laredo mejicano los salarios son la mitad que en la parte de la calle estadounidense? ¿Por qué el nivel de renta y, en general, de bienestar del lado USA es mejor que el mejicano?
¿La raza? No es la raza. Tienen la misma. ¿La cultura? Tampoco: tienen la misma. ¿La lengua? Todos hablan español y casi todos inglés además.. ¿Las riquezas naturales? Tienen las mismas. ¿El clima? Exactamente igual. ¿Entonces?
Resulta que en el lado mejicano la corrupción de los políticos es proverbial igual que la policía, los profesores, la escuela, la sanidad, el ayuntamiento...Que pedir un permiso de obras, vamos, cuesta más en mordidas que las obras...Y en cambio, en el lado estadounidense no sufren esas corruptelas. Y, al final, la inversión extranjera, el ahorro, y la educación de los ciudadanos es una apuesta a largo plazo y solo la haces si sabes que no va a acabar siendo dilapidada.
Lluís Amiguet es autor y cocreador de ‘La Contra’ de ‘La Vanguardia’ desde que se creó en enero de 1998. Comenzó a ejercer como periodista en el ‘Diari’ y en Ser Tarragona. Su último libro es ‘Homo rebellis: Claves de la ciencia para la aventura de la vida’.