Ayer por la mañana, con la pretensión de llevarme un libro al sol, y el café en la mano, tomé la determinación de regresar a Francia. No me había terminado el café (mi taza es de las grandes) que la idea se iba diluyendo entre las sábanas. A mi lado, acumulado encima de la silla (no tengo mesilla de noche porque detesto los muebles en diminutivo) un ejemplo de lo que los japoneses denominan ‘tsundoku’. Es decir, el acto de coleccionar libros y dejarlos apilonar, no como resultado de la pereza o el consumismo, sino como anticipación de la felicidad. Para superar el momento de desasosiego, navegué un rato por la cuenta del pintor Gary Bunt. Sus fijaciones son las mías: un río, un cobertizo lleno de trastos, un perro cínico, un cárdigan que rasca, un huerto, flores nada exóticas, cielos nublados, la camisa blanca gastada, un borrico, un taburete viejo del que levantarse emitiendo gruñidos quejosos, tormentas, bicicletas oxidadas, ventanas de madera que crujen. Reflexioné. Yo tengo un huerto en Francia, las colchas que mi madre hacía con restos de lanas, mis bolígrafos japoneses y mis libretas de Le Typographe de Bruselas. Hay esperanza. Con estas certezas, decidí salir a la calle. El sol escondido, el día gris. Mis amigos y una paella que casi se nos quema pero que al final estaba deliciosa. Risas, vino tinto, discusiones, el proyecto de una lámpara o dos. Y una pieza al piano soprendente. Algo parecido a la felicidad.
Domingo
16 marzo 2025 21:35 |
Actualizado a 17 marzo 2025 07:00

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Un articulo de Natàlia Rodríguez
Directora
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