El ensayista y profesor de Humanidades Luis Gonzalo Díez razona sobre el papel actual de la cultura frente al capitalismo. Y lo hace en Abejas sin fábula, publicado por Galaxia Gutenberg, a partir de Descartes, Pierre Nicole o Bernard Mandeville. «¿Por qué nos hemos endiosado tanto? ¿Por qué tanto empoderamiento, tanta igualdad, tantas políticas de la identidad y terminamos hablando de géneros, más que de hombres y mujeres reales?» se pregunta Gonzalo.
¿Su pensamiento se puede incluir en el postmodernismo?
El libro tiene muchas lecturas, ha quedado muy abierto y ahí reside tanto su atractivo como sus complicaciones. Se puede incluir en el postmodernismo en el sentido, quizás, de que parto de la idea actual de cultura. No doy una definición, simplemente hago un uso de lo que sería la utilización de ese término en todos nuestros debates. La idea de cultura que manejo, que está en el trasfondo de toda mi reflexión y donde Mandeville es como una pieza de subversión o contracultural, es intentar hacernos ver que estamos metidos en un discurso que nos está restando posibilidades de darle complejidad a las cosas. En ese sentido, sí que hay una dirección postmoderna en el uso que hago de cultura, relativizadora, empoderadora, diversa, identitaria... Si todo eso tiene que ver con el postmodernismo, podríamos decir que sí.
Tradicionalmente, la cultura ha sido un azote contra el sistema.
Pero justamente, la idea del libro es lo contrario. Efectivamente, en siglo XIX hubo una contestación contra el capitalismo desde sectores marginales, bohemios, literarios, desde un cierto underground, outsider, rebeldes y románticos. Pero lo curioso del momento es que toda esa contestación desde sectores marginales y antiburgueses que está en la literatura del siglo XIX, en Las flores del mal, de Baudelaire por ejemplo, hoy en día está absolutamente engrasada por el capitalismo. Es decir, el capitalismo ha interiorizado el discurso de la bohemia, el discurso subversivo, contracultural. Y lo ha desinflado. Hoy no hay contestación real frente al capitalismo en un sentido cultural. Por tanto, cultura y capitalismo son dos enemigos históricos, pero hoy en día han sellado una extraña alianza.
¿Una cultura de no agresión?
Sí. Pero en el libro no desarrollo una teoría ni un discurso anticapitalista. Es una aproximación a esta perplejidad en la que estamos algunos de cómo hoy en día la cultura, más que un frente de resistencia frente al capitalismo, que es lo que ha sido históricamente, está subsumida por la lógica del mercado, que incluso anestesia las actitudes de protesta. Ello nos deja en una tierra de nadie bastante llamativa, relativizadora y sí, tremendamente postmoderna. En ese sentido, el postmodernismo sería el vaciado de la capacidad de plantar una resistencia real al mercado.
Si hablamos en términos políticos, ¿se puede decir que estamos entre Hobbes y Rousseau, entre el hombre interesado y el hombre virtuoso o integrado?
Son figuras de la historia del pensamiento muy importantes. A Hobbes no termino de localizarlo en este debate sobre la cultura y la postmodernidad, la extraña relación simbiótica entre capitalismo y cultura. Pero Rousseau es una de las fuentes del mundo cultural en que vivimos. Sobre todo esa idea roussoniana de un comunitarismo que hoy en día tiene una derivación identitaria muy fuerte y más que el comunitarismo, que está en El contrato social, toda la idea roussoniana de que el hombre se reconoce en la autenticidad de sus sentimientos. Somos hijos del sentimentalismo roussoniano.
Fue muy criticado por esto.
Para mí es un gigante, es un escritor impresionante y tuvo un talento único, pero desde el punto de vista intelectual me genera muchas dudas porque sus efectos nos pueden llevar a lo que alguien ha denominado un sentimentalismo tóxico, a convertir el yo en un elemento sustancial y a creernos nuestro propio yo. Y esta es la idea del libro, en el fondo, que hoy en día vivimos en una cultura embebida de yoísmo que, si bien por un lado tiene muchas virtudes como los derechos, la igualdad o la democracia, por otro, nos ha obligado a olvidarnos, también, de la poca cosa que somos. Es decir, estos ingredientes empoderadores de la cultura tienen unas contraindicaciones en las que no estamos reparando. Y Rousseau en eso contribuye a anularnos la vista, a decir que el mal está en la sociedad, que el hombre es bueno por naturaleza. Rousseau es una de las fuentes del concepto actual de cultura en el que estamos. Es un concepto profundamente humanitarista y sentimental.
Explica todo esto a partir del sistema cartesiano.
El uso que hago de Descartes es muy personal. Es decir, no me interesa exponer su sistema. Lo que me asombra de él es su obra Las pasiones del alma porque el Descartes que tenía en la cabeza era el racionalista, el padre de la filosofía moderna y de repente, en esa obra encuentras un Descartes mucho más humano, mucho más apegado no tanto a la mente, al pensamiento, al conocimiento, sino al cuerpo, a lo incontrolable del cuerpo, a lo que él denomina los espíritus animales, lo que cualquier persona puede valorar como sus pasiones, como sus estados anímicos. Yo creo que Descartes era sensible a los espíritus animales, a las pasiones y a partir de ahí construyo una línea argumental hasta llegar a Mandeville, con la intención de no hacer tanto historia intelectual al uso, sino de hacernos ver cómo este debate sobre el hombre, las pasiones y los espíritus animales está hoy descartado en la idea de cultura que tenemos, que es una idea de cultura idealizada.
¿Por qué idealizada?
El problema hoy en día es que nos miramos en un espejo que saca nuestra mejor versión y no digo que debamos tener en cuenta nuestra peor versión para darnos con el látigo, sino simplemente que igual que cuando ves una buena película o lees una buena novela, debemos tener una visión perturbadora, compleja de lo que somos. Hoy en día la cultura es un rodillo bastante superficial y banal y contra esa banalidad reivindico a estos autores que nos hacen ver que tenemos alma y cuerpo, que el encaje de las cosas es dualista, no porque sea real o no, sino porque nos lleva a una idea del hombre mucho más interesante, mucho más positiva y en el fondo mucho más relajada de esta idea empoderadora en la que estamos instalados actualmente.
Entonces, ¿el revulsivo es Descartes y Mandeville?
El uso que hago de Descartes, de Pierre Nicole, o de Mandeville es un intento de subrayar que hay una línea en el pensamiento occidental de la modernidad que ayuda a confrontarnos con este roussonianismo en el que hoy estamos instalados, este sentimentalismo absoluto, esta idea banalizada de la cultura, que nos convierte en ángeles de la democracia y que le quita al hombre su aguijón, es decir, su parte interesante, su parte pecadora, malvada. Con esto no estoy haciendo un ensalzamiento ni del mal ni del pecado, pero parece que somos mucho más buenos, lo que nos hace creernos el tipo de sociedad democrática e igualitaria en la que vivimos. Y no por ello estoy en contra de esa sociedad.
Karl Marx en su época ya cargaba contra los pensadores del momento justamente por no criticar la situación de las clases populares.
Marx es un obstáculo en la historia del pensamiento, más que una luz en el túnel. Es decir, ocupa demasiado espacio, absorbe demasiado, parece que para entender el capitalismo haya que partir de Marx, para comprender el mundo burgués tenemos que leer a Marx. Lo que he visto en mis estudios del siglo XIX es que hay mucho más mundo intelectual alrededor de Marx que el que proyecta el propio Marx. Es decir, que hay autores mucho más interesantes que el análisis utilitarista para entender la sociedad burguesa del siglo XIX, ya que en el fondo el pensamiento de Marx es muy mecánico y sin una idea clara de la naturaleza humana.
Todavía hoy se recurre a Marx en el sistema educativo...
Marx es un gigante, como Rousseau, pero nos ha llevado a un túnel sin salida. Nos hemos perdido muchas cosas de la historia de los últimos siglos por el papel tan absoluto que juega Marx a la hora de entender esa época. Es más interesante Descartes con sus pasiones humanas o un Mandeville que dice que los vicios privados hacen virtudes públicas porque ambos autores hablan del hombre. Marx convierte la economía en un absoluto y, personalmente, pienso que para entendernos tenemos que partir de la cultura. Creo que sería un completo error pensar que Marx tiene algo que decirnos sobre el tipo de sociedad en que vivimos.
¿Cómo definiría la antropología del capitalismo?
Desde el punto de vista de la cultura actual, el hombre, hoy en día, en sociedades capitalistas como la nuestra, tendría tres ramas: los intereses, que es la parte de trabajadores y consumidores, la parte utilitaria; los sentimientos, que es la parte más afectiva y más ligada con el empoderamiento y con las políticas de igualdad e identidad, que es la autenticidad; y luego los derechos, una prolongación de los sentimientos en lo que serían esas políticas del reconocimiento en donde cada uno tenemos un valor por ser como somos. Y eso está en la política. Entonces, lo que buscaría el libro es apuntar que se nos ha olvidado un cuarto factor, el que hace que el hombre sea menos fácil de manejar pero mucho más interesante, que son las pasiones. En la antropología actual hemos arrinconado las pasiones, las hemos eclipsado. Hoy se habla de pasión y se ensalza el hombre apasionado, el hombre o la mujer enamorados, motivados para hacer algo. Se habla de pasión en un sentido positivo. Pero, ¿quién habla de pasiones? Es un término que ha desaparecido del debate público.
¿Esto nos hace mediocres?
Yo creo que sí. Sin embargo, más que mediocridad, diría falta de complejidad. No podemos hablar del hombre solo desde la autenticidad de los sentimientos que nos empoderan, desde la reivindicación de los derechos en los que se basa la igualdad y la libertad y desde los intereses que pautan las relaciones de trabajo y de consumo. Hay algo más aparte de eso y lo que queda es esa parte oscura de lo que somos, que son las pasiones.
¿Para usted son negativas?
No son buenas ni malas, son los motores de la acción, la gasolina que nos lleva a actuar, pero las pasiones, todos lo sabemos, tienen un doble filo. Eso está en el pensamiento occidental y han sido muy criticadas durante siglos. Creo que hay que rehabilitarlas, buscarles un espacio y no olvidarnos de ellas porque nos hacen mucho menos interesantes. Sobre un hombre que solo tiene intereses, sentimientos y derechos no se puede hacer una buena novela porque tiene que haber algo oscuro dentro de cada uno y todos sabemos que hay algo oscuro dentro de cada uno. ¿Por qué no somos capaces de reflejar esa parte oscura de lo que somos, que es también una parte ligada a las grandes creaciones del espíritu humano? Cuando tú hablas de seres humanos reales, que yo los he descubierto sobre todo en las novelas y en las grandes películas, las pasiones se vuelven desnudas, claras, transparentes en su oscuridad. Y ahí está la tensión. En hacernos ver que hay autores de la modernidad como Descartes, Mandeville y Nicole, que no se nos pueden olvidar porque es una parte importante de lo que somos.
¿Qué destaca de ‘Abejas sin fábula’?
Es un libro de historia intelectual que pretende buscar una visión equilibrada de cierto pasado, pero tiene también algo que no había hecho hasta ahora, un atisbo de aguijón, de provocación de una manera prudente, cordial y bienhumorada. Un punto de aguijón para remover algo en el lector. Que pueda ver que en Las pasiones del alma, de Descartes, o en La fábula de las abejas, de Mandeville quizás haya algo de sí mismo en lo cual no había reparado y leyéndolos pueda tener un entendimiento más complejo de lo que es en el mundo en el que vive.