El ascenso del Reus a la Segunda RFEF tiene mil y un puntos de vista. El de ese equipo que rescató las cenizas del malogrado Reus Deportiu para devolverlo al lugar del que nunca debió salir. El de ese grupo de personas que ha reenganchado a una ciudad que vivió con el fútbol una de sus peores pesadillas. El de ese cuerpo técnico que quiso volver al pasado para construir un futuro. Y el de esa afición que nunca ha dejado de perseguir lo que un día perdió y que ha transformado las lágrimas de antaño, de rabia y frustración, en gasolina para tener siempre un aliento más.
Porque sin ese pasado no habría futuro. Porque este ascenso –igual que todos los anteriores– se ha gestado con gente de la casa. Con gente, tanto en la plantilla como en el cuerpo técnico, que ha vivido lo que es el Reus, que aceptó venir por los colores y por la motivación de volver a hacer grande lo que un día otros empequeñecieron. Ese sentimiento de pertenencia del que Marc Carrasco hace gala hasta la saciedad es el secreto de que hoy el club esté en la cuarta categoría del fútbol nacional, cuando, hace apenas tres años, se celebraba haber subido a la Primera Catalana.
El reto ahora es mayúsculo, pero lo más importante de lo que está por venir es la cabeza fría. Tener claro ese pasado para seguir construyendo un futuro con unos cimientos fuertes. No caer en triunfalismos. No dejarse seducir por el evidente atractivo de la categoría y de la situación. Seguir apostando por lo que te ha hecho llegar hasta donde estás. Saber lo que eras para tener claro lo que serás.