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Manuel Rivas: «En el mundo de hoy vivimos en primera línea de riesgo»

‘Detrás del cielo’ es la última novela del premiado autor gallego, un ‘noir’ salvaje que empieza como ‘rostro pálido para ir derivando a piel roja’

13 marzo 2025 20:23 | Actualizado a 14 marzo 2025 07:00
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Detrás del cielo (Alfaguara) es la última novela del gallego Manuel Rivas. Negra, negrísima, salvaje. Una historia que narra a los hombres y a las mujeres, a los animales y a las palabras. Poesía que relata brutalidad. En Detrás del cielo, a pie de monte, seis cazadores se preparan para la batida. Les une la testosterona, por encima de todo y, entre capas, una mezcla de amistad, ansias de poder, conexiones profesionales e intereses económicos. El objetivo: un jabalí. El Solitario. Con las horas, la jornada se desquicia y la podredumbre aflora. Entre las grandes obras de Rivas se cuentan El lápiz del carpintero, Los libros arden mal o La lengua de las mariposas. Es Premio Nacional de Narrativa y Premio Nacional de las Letras Españolas.

‘Detrás del cielo’ es muy negra, aunque con un arranque tímido.

Había un crítico americano que cuando hablaba de literatura fundacional, de mediados del siglo XIX, distinguía entre autores rostro pálidos y autores piel rojas. Estos últimos serían los escritores de frontera, Herman Melville, Walt Whitman o Edgar Allan Poe. Después, estaban los rostro pálidos, que era más bien gente que escribía en su despacho. Te cuento esto porque me parece que la novela comienza como rostro pálido y va derivando a piel roja.

«Es distinto entrar en una ciudad en la que hay una red de librerías, que son como refugios climáticos, que entrar en una en la que la última librería cerró hace cuatro años. Se nota inmediatamente»

Totalmente. Los animales que aparecen son solitarios. ¿Es una metáfora de la sociedad, de castigar al que se aparta?

Son reales. Es decir, hay un principio de realidad. A mí me fascina que todavía exista vida salvaje, esos seres que, pese a todo, no aceptan ser domesticados. Me lo pregunto ante un jabalí y casi ante una hormiga porque con todo este proceso de depredación, de sobreexplotación, el ser humano pasó de ser un cazador a ser un asesino en serie. Me admira que todavía haya vida salvaje y que dentro de esa vida exista la conciencia de soledad. Animales que sin que medie una disputa o una guerra entre ellos eligen la soledad. Es como un enigma, como el equivalente al enigma que somos los seres humanos.

Caciquismo y poder en el mundo rural.

En la cuadrilla de cazadores, los personajes que llevan la voz cantante son urbanos y, efectivamente, bien situados. Lo rural y lo urbano hay que mirarlo desde otra perspectiva hoy en día. Son mundos mezclados, un híbrido. Por supuesto que hay conflicto, pero ya no se puede hacer un trazo donde acaba lo urbano y comienza lo rural. Dombodán, el narrador, es el que mejor se maneja con lo que llama el chisme. En el campo existe el factor de la necesidad para comunicarse, de la tecnología, una necesidad de sobrevivir porque cuando hablamos del mundo rural realmente estamos hablando de supervivientes, en el sentido de lo que fue la cultura campesina.

$!Manuel Rivas: «En el mundo de hoy vivimos en primera línea de riesgo»

Despoja la naturaleza de todo bucolismo. Es la dureza del monte.

Y de la vida. Todo el mundo rural en extinción es una cultura que nunca ha sido valorada. Digamos que se ha producido una ruptura entre generaciones, una ruptura de transmisión, lo estamos viviendo incluso en la lengua, que era parte de la cultura rural. Esa condición de la transmisión oral, esa vida salvaje de las palabras era una identidad decisiva. No se puede ver con ojos idílicos o bucólicos ni la vida campesina ni la propia naturaleza. Es decir, hoy no sirven las postales. Ese mundo y la naturaleza están en crisis. La tierra grita. Sin necesidad de ponerse apocalípticos, detectamos una especie de angustia, de crisis existencial.

¿Global?

Sí, común. Por eso hablaba de lo urbano y lo rural. Este mundo es simbiótico. Y en el centro de la ciudad podemos encontrar guetos de gente que vive marginada, a la manera que podemos encontrar una aldea con sus últimos mohicanos. Hay en común que vivimos en una primera línea de riesgo, es lo que define el mundo de hoy. Hace tres o cuatro décadas se discutía sobre un futuro de derechos, de justicia, de igualdad, tanto en las sociedades como entre países. El lema ahora sería, irónicamente, otro fin del mundo es posible. Porque los términos en que estamos debatiendo son términos de fatalidad, por decirlo así. En esta novela es muy importante cómo se habla, lo que ocurre con las palabras.

En la novela el lenguaje, poético, también va ‘in crescendo’, como los acontecimientos. Poesía que describe brutalidad.

Es decisivo cómo se cuenta una historia. Para mí lo poético es el núcleo, entiendo que no hay literatura ni narrativa si no hay poesía. Pero poesía también es una palabra que ha sufrido erosión, corrosión, como tantas otras. Lo poético no tiene que ver con estos malos tiempos. Siempre son buenos tiempos para la lírica. Me acuerdo del discurso del Nobel de García Márquez, que me sorprendió. Él estaba diciendo más o menos lo previsible cuando de pronto se hizo la pregunta de por qué le habían dado el premio. «Qué tiene de especial lo que he escrito?». Y entonces, dijo, «claro, la poesía».

«No se puede ver con ojos idílicos o bucólicos ni la vida campesina ni la propia naturaleza. Es decir, hoy no sirven las postales. Ese mundo y la naturaleza están en crisis. La tierra grita»

La trama va del machismo al feminismo.

Podemos ver que en la cuadrilla de cazadores el lenguaje que predomina es el de querer mandar. Encarnan un poder que acaba siendo despótico porque como ese querer mandar siempre está insatisfecho, va intensificándose. Primero se manifiesta con las palabras, son las que anticipan. Hay poca acción en relación con lo que se va a desencadenar, pero las palabras anticipan, son como detectores. Nos están alertando. Es el discurso de Caín. Lo que va saliendo sutilmente de lo vulnerable, de lo excéntrico, de lo frágil... Es Eva desobedeciendo al todopoderoso y comiendo el fruto prohibido, que es la libertad.

Como sus protagonistas femeninas.

Efectivamente. Después parece que las cosas quieren volver a recuperar el sentido de lo que nombraban. Las mujeres se convierten en resistentes y recuperan el sentido de las palabras. Lo que domina toda la historia es ese pugilato entre la pulsión de la muerte contra la creativa, que está en la naturaleza, que está en esas mujeres esclavizadas. Es cuando la novela pasa a ser piel roja, cuando lo excéntrico, vulnerable, marginado e inútil como la risa popular, de repente ocupa la atmósfera.

Edén, cuando en realidad es el infierno.

Es de esas paradojas... Hay una doble ironía. Primero, una ironía tumefacta, brutal, que es que una tierra fértil se convierte en el escenario de la explotación y de la trata, en un infierno. Y segundo, lo llaman Edén. Desde que se publicó la novela, ya me mandaron varias localizaciones de lugares que se llaman Edén.

¿En serio?

Sí. Es lo que decía de la corrupción del lenguaje. Entonces, aquí hay como una corrupción de la tierra.

Los extremos políticos también se apropian de las palabras y les dan la vuelta.

Yo creo que forman parte de la naturaleza, en el sentido de biodiversidad. Cuanto más rico es el lenguaje, también mejor es la vida y cuanto menos poder tienen las mentiras también se refleja en la naturaleza, en los bosques y en las ciudades, en los espacios. Es distinto entrar en una ciudad en la que hay una red de librerías, que son como refugios climáticos, que entrar en una en la que la última librería cerró hace cuatro años. Se nota inmediatamente. No estoy hablando en términos monetarios, sino del valor de las cosas porque puede haber barrios o urbanizaciones muy ricas y no tener dónde meterse.

Una novela negra transgresora.

No era mi intención. Yo escribo una historia, que no es convencional dentro del género.

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