Gonzalo Torné (Barcelona, 1976) está pasando unos días por Tarragona, circunstancia que ha aprovechado para reunirse con sus seguidores, con sus lectores y comentar su última novela, Brujería (Anagrama). Este jueves, a las 19 horas, la presentará en la Llibreria El Soterrani. Brujería es una novela que habla de relaciones personales, de matrimonios y de formas de amor, de amistad. Sus páginas rezuman nostalgia, melancolía, esa que en algún momento todos experimentamos, aunque Torné tiene su propia tipología. Unas amistades peligrosas, aunque no tanto como las de Pierre Choderlos de Laclos. Torné no quiere hablar de relaciones líquidas, tampoco de poliamor. En todo caso, las contemporáneas, las de nuestro siglo XXI.
¿Brujería?
Me gusta que los títulos sean polisémicos, que vayan cambiando de sentido a medida que vas avanzando. Me pareció que Brujería abarcaba varias cosas que se plantean en el libro. La melancolía de por qué nos quedamos en un sitio, por qué nos quedamos con alguien, por qué nos quedamos hechizados con el pasado. Y luego, no suena a título mío y eso siempre está muy bien.
La melancolía planea por toda la novela.
La melancolía es un nombre para muchas cosas. Hay una muy atractiva y es que más o menos todos estamos medio enamorados de nuestra vida. Entonces, sentarte junto al mar y recordar tiene algo muy bonito, como de reconciliación contigo mismo. Lo que es nuevo, es que la melancolía también afecta a las vidas que uno ha podido vivir. Antes nacías y morías en un lugar. Ahora vas a la universidad, te metes en YouTube y aprendes tutoriales de cualquier cosa. Todo parece accesible. Y creo que eso genera una cierta melancolía de vidas no vividas, que también está presente en el libro. Finalmente, la tercera melancolía es la que afecta a Diego, el protagonista, que siempre me llama mucho la atención: hay gente que desplaza su propia identidad al momento en que se sentían ellos mismos, a un lugar en el pasado, que puede corresponder con la juventud o no. En su caso es donde tenía sus interlocutores, donde él se reconoce, en el que una y otra vez piensa.
En cualquier caso, los Pons no lo dejan quedarse anclado en el pasado.
Llega de Italia sin nada y se va al pueblo donde se encuentra con unas personas que, como mínimo, están vivas y agitadas porque intentan empezar una especie de relación abierta que uno quiere y el otro, no. También hay una cuñada que hace de niñera, pero tiene su propia agenda, como todo el mundo. Y él se queda en medio del lío, del barullo.
Julio y Laura. Este hombre es un poco jeta...
Hoy en día social y legalmente hay más posibilidades de organizarse, familiar y afectivamente, que nunca, pero hay que llegar a acuerdos o arreglos. En toda la novela se plantea si ha sido un acuerdo o un arreglo y, en el fondo, siempre hay una lucha de voluntades, de la misma manera que dentro del matrimonio hay una lucha de voluntades leve sobre dónde vamos a vivir o dónde a cenar. Esto también ocurre en las nuevas geometrías amorosas. Así que la novela empieza con un monólogo largo de Julio y es el lector quien tiene que decidir por dónde va el personaje.
¿Es buena idea juntar las clases sociales distintas?
Literariamente, sí porque da mucho juego. Luego, en la vida, que hagan lo que quieran. Siempre he querido hacer todas mis novelas de forma transversal, aunque me ha tocado el San Benito de escritor de la burguesía catalana, que es absurdo, me resigno. Bueno, me resigno, pero me quejo. Pero más que clases, que evidentemente existen, lo que tienen mis personajes es dinero y posibilidades de hacer cosas. Porque todas las decisiones personales están atravesadas por lo que el dinero te permite hacer, lo que la suerte y la salud te permiten hacer. En las últimas novelas he buscado ese tipo de enlaces entre clases distintas porque me parece que salen chispas.
Personalmente, lo he leído más en clave de pijos que de burguesía catalana.
Intento poner difícil el asunto de la identificación de los personajes. Diego sí que es un pijeras, un pijo modelo, aunque dentro del mundo de los pijos, es un inconformista, una persona que no se dedica a los yates, sino a la lectura, que quiere ser poeta.
Un bohemio.
Sí. Mientras, Julio es un arribista y Berta, mi personaje favorito, no deja de ser una persona de clase trabajadora, con una mirada tremendamente ácida. Ácida y cariñosa, pero a veces más ácida que cariñosa. Pero la ventaja que tienen es que como tienen tiempo pueden desarrollar las conversaciones, que también está planteado en la novela. Si trabajas ocho horas, tienes familia y cuidas a los niños, pues no tienes todo el tiempo de la tontería.
La tontería...
La palabra está muy presente en todo el libro y ellos intentan mantener esa tontería.
El personaje de Laura dice que las parejas abiertas son algo así como un antídoto para vencer los celos.
Ya me lo han sacado en alguna que otra entrevista. La novela es como una especie de baile de frases con el que los personajes tratan de convencer a los otros y de autoconvencerse, de situarse. Las frases son como idas y venidas. No han llegado a una idea y la transmiten, como pasa en diálogos de otras novelas. Lo que yo quería hacer es que ellos van entendiendo dónde están, dónde están los otros, pensando qué pueden hacer con los otros, qué pueden sacar. A veces tratan de seducir al otro, pero otras veces intentan convencerse a sí mismos. De hecho, pongo el oído, siempre escribo en cafeterías...
Interesante...
Sí, normalmente con cascos, pero pongo el oído. Y una cosa que me llama mucho la atención es que la gente improvisa constantemente. Notas que se lo están inventando. Por ejemplo, el otro día un señor decía que había que quitarle el voto a los funcionarios. Se le había ocurrido la idea como se le podía haber ocurrido que hay que votar dos veces. Es decir, me parece verosímil un diálogo en el que la gente no tenga clarísimo lo que tiene que decir o no exponga su posición de forma rotunda.
Inevitablemente, toca el tema de la moral.
Claro. En el siglo XIX no había divorcios en Inglaterra, excepto en casos muy extraños. Entonces, la novela del XIX es la de la transgresión de la mujer. No es que los novelistas se dedicaran a acusar a adúlteras, Flaubert, Clarín, Tolstoi... es que si se salían de lo establecido, pues castigo legal o castigo social. Afortunadamente, eso salta por los aires, pero genera una serie de problemas. No quiero utilizar los términos ni líquido ni poliamor, que suena como a robot. Pero es una moral nueva. ¿Qué significa un compromiso si tengo derecho a salir y tengo que aceptar que el otro tiene derecho a salir? ¿Qué significa una promesa? ¿Qué sujeta ? ¿Qué pueden esperar de mí? ¿Qué justifica abandonar a una persona o quedarme con ella? Hay mucha sociología moral que dice lo que está bien. Pero la novela no hace eso. La novela desordena todas esas ideas y trata de mostrar la complejidad y la dificultad de organizarse moralmente y de tener un retorno.
¿Un retorno?
Antes si se quedaban en el matrimonio hasta la muerte, por mal que lo pasaran, de alguna manera la sociedad decía que era una buena mujer y una buena persona. Y lo mismo el hombre. Pero ¿qué es una buena persona? Pues no lo sé. Es muy complicado. A veces lees libros de sociología y parece que te vayas al Ikea a comprarte un taburete o una cocina. «¿Usted qué quiere? Yo quiero una relación un poco abierta, pero los sábados comeremos juntos el tortell». El problema es que la gente no es ni taburete ni cocina. Propiamente, uno no vive la vida que elige. Está atravesado por el dinero, está atravesado por la enfermedad, por la suerte, por la enfermedad de los otros... Quería dar en la novela el envés de la teoría. Es decir, los problemas de la existencia.
Relaciones abiertas, ¿‘Las amistades peligrosas’, de Pierre Choderlos de Laclos?
En el siglo XVIII había un cierto libertinaje aceptado en la clase alta. De hecho, en Italia se casaban y asignaban un favorito a la esposa para que se pudiera distraer porque los matrimonios eran acordados. Quiero decir, en la literatura del siglo XVIII estaba la figura del cornudo y la de la adúltera, pero no había drama, lo que había era comicidad y yo creo que nuestra época conecta de una manera discutible con esa actitud libertina. No hay carga moral ni negativa.
¿Cómo se ha metido en este berenjenal?
Siempre busco temas muy pegados a mi tiempo, que expliquen el mundo en el que estamos, en todas mis novelas. La Guerra Civil, la moral, la precrisis... El corazón de la fiesta, por ejemplo, habla sobre la política y el dinero, pero sobre todo es una pesadilla sobre el dinero. Y este de Brujería me parecía que está sobre la mesa, que le preocupa muchísimo a la gente incluso desde el punto de vista del ensayo. Un tema que me daba para una novela y, además, me permitía enlazarlo con la melancolía, que también me interesa.
¿Ha tenido feedback de los lectores más jóvenes?
Los personajes son de dos edades distintas. Diego está en los cincuenta, tiene casi mi edad, pero esas cosas, digamos, que ya pasaban cuando yo iba a la universidad...
Pero no eran tan abiertas...
No. Por eso él cree que no pudo solucionarlo. Y lo que le sucedió se superpone en el presente. Por eso se queda, porque la situación le recuerda a lo que le ocurrió a él y quiere ver cómo lo resuelven los Pons. En cuanto a lectores, yo tengo mayores y jóvenes. Y es cierto que me intereso por lo que hacen ellos.
Muchas veces se carga contra la juventud. ¿Cómo la ve?
No lo sé porque creo que siempre vemos una muestra muy pequeña. Lo que sí sé es que la estructura social y del mundo es muy complicada para la gente que tiene entre veinte y treinta años. Los que yo conozco son muy responsables, listos y se realizan como buenamente pueden. Sin embargo, en cuanto al problema existencial y personal, me estimula a escribir, pero en general no tengo nada que decir nunca.