Anabel llega desesperada a la estación de Sant Vicenç. Lleva desde las 6.00 de la mañana intentando llegar a Barcelona desde Reus. Es la encargada de abrir una tienda de ropa en la capital catalana, pero, a pesar del madrugón, no llegará a tiempo.
“Han anulado el tren de las 6.45 horas y he tenido que coger un taxi hasta la Imperial Tarraco para coger el autobús y venir a Sant Vicenç”, cuenta. Le ha servido de bien poco, porque cuando ha llegado al andén, el tren había cerrado puertas y no ha podido subirse.
A su lado Kira, cargada con una niña de unos meses en la mochila, teme que no llegará a su cita médica. Los autobuses funcionan, los trenes, no. Empiezan a acumularse los retrasos en los regionales. Alguno ni sale.
Las pantallas de la estación no sirven de nada. Los propios informadores admitían a los usuarios que no se guiasen por ellas. Ellos eran los encargados de dirigir a los viajeros, con la ayuda, puntual de una megafonía que anunciaba trenes que no pasaban.
Los nervios de Anabel y Kira llegan al punto de buscar una alternativa. “¿Compartimos taxi?”, se consultan. Una idea que enseguida se derrumba. “Me piden 140 euros, no nos sale a cuenta”, señala Kira, al tiempo que llama a la clínica en busca de una nueva cita.
La frustración contagia a Anabel que ya piensa en el día de mañana: “Me levantaré antes para coger un tren y llegar a Barcelona una hora y cuarto antes de abrir”.