Recuerdo todavía que en los años ochenta para los que hoy les llamarían pequeños emprendedores el no disponer de un fax en sus modestos despachos de trabajo les predestinada al fracaso empresarial. Aquel dispositivo, obsoleto totalmente en la actualidad, era “lo máximo”. Sin él no cabía posible acceso a la intelligentsia orientada al desarrollo de la cultura económica.
No propongo con este escrito lamentar que al viejo aparato de transmisión telefónica de material escaneado le hayan ganado la batalla el correo electrónico con sus clips enviando documentos adjuntos, o simplemente los más modernos whatsapps capaces de todo. Más bien, ensayando una perspectiva quizás algo osada por mi parte, pero no menos merecedora de reflexión, creo, me pregunto si los que cuidamos nuestros avellanos y almendros, por citar solamente algunos de los cultivos más tradicionales del Baix Camp, o si los que cada año recogemos la aceituna arbequina con la esperanza de que las oscilaciones del precio del aceite no arruinen nuestras inversiones cuidando los olivos, nos podríamos quedar en un tiempo no muy lejano igualmente obsoletos como los antiguos faxes ahora que se habla tanto de “tierras raras”.
Es que ya no se trata de que el Presidente de Estados Unidos quiera a toda costa hacerse con los minerales críticos de la corteza terrestre de Ucrania, país que por cierto siempre fue considerado el granero de Europa, y de España, por cierto. El posible riesgo para nuestros campos hoy, y valga la pena encender una vela en la Prioral reusense de Sant Pere o en la catedral tarraconense para que no sea el caso, es que diversas investigaciones han identificado reservas de esas tierras raras en Cataluña, y más concretamente en la provincia de Tarragona.
Esto va más allá de los simples robos que sufren nuestros payeses cada temporada de recolección de frutos que nos regala la tierra cotidiana
Y esta circunstancia sobrevenida nos puede dejar anticuados económicamente hablando si desdeñamos los niveles de monacita y bastnasita, dos grupos de minerales -ahora ya críticos- enterrados justo debajo de las raíces de nuestros algarrobos. Leer los nombres de esas “tierras raras” hoy mismo me producen el mismo efecto que habría yo percibido en los años del inalcanzable fax si me hubieran hablado de teléfonos móviles, pero contra la irresistible fuerza de la tecnología es casi mejor hacer como cuando caemos a un río peligroso: dejarse llevar por la corriente para no perecer en él.
Afortunadamente nos queda todavía un tiempo de carencia que nos debería permitir evitar que puedan hacerse catastróficamente realidad las advertencias anticipadas ya en 2023 por el Institut de Ciència i Tecnologia Ambientals de la UAB: los impactos destructivos sobre el agua, la tierra, el aire y la salud, entre otros efectos derivados de una extracción, procesamiento y reciclaje sin que exista el deseable control responsable por todos los actores económicos y políticos de las dichosas “tierras raras” que ya se sabe que no son tan raras y que, de hecho, son bastante comunes en la corteza terrestre. ¡Cuidado! Esto va más allá de los simples robos que sufren nuestros payeses cada temporada de recolección de frutos que nos regala la tierra cotidiana.
Votemos pues por una gestión ordenada de las mismas bajo un prisma de transición verde que a la vez pueda conciliarse con la digital que es el caso que nos ocupa en esta reflexión -aunque hay más, por supuesto- al recordar la transición desde el caduco fax al indispensable móvil, encumbrado aparato telefónico insaciable consumidor de no pocos elementos de la tabla periódica.
