La polémica por la exclusión del Rey de España de la ceremonia de toma de posesión de la nueva presidenta de Mexico, Cristina Sheinbaum, ha puesto la nota discordante de una semana de fuerte voltaje. El otoño, en lo meteorológico y en lo político, ha vuelto con toda su intensidad, con sus borrascas y, a veces, inundaciones.
La controversia con Mexico alimenta la vieja ‘leyenda negra’ contra España por su papel colonizador durante el Imperio, un debate con mucha enjundia para los historiadores pero que es muy resbaladizo cuando tropieza con los intereses y las oportunidades de la política.
El Rey es el Jefe del Estado, hubiera acudido a ese acto protocolario con esa condición constitucional, no como heredero de los monarcas de hace siglos que ponían el pendón de las Españas en las Indias en nombre de Dios.
El asunto nace de una obsesión especial del presidente saliente Manuel López Obrador de reactivar un chivo expiatorio populista, quizá fruto de una obsesión personal. Y ese enemigo exterior es España. Más burdo imposible.
Ni una referencia al papel de la oligarquía criolla ni tampoco a los errores y desmanes propios en la historia de este país, en sus progresos y en sus retrocesos. La discusión se remite a una exigencia de disculpas, como si la complejidad de la historia pudiera comprenderse solo a través de un manual de autoayuda de reconciliación. Claro que los gestos de empatía son importantes pero las relaciones entre los pueblos se rigen también por un principio. Diplomacia desde el respeto.
Convendría que quienes jalean el gesto de Mexico -incomprensible teniendo en cuenta las buenas relaciones económicas, culturales, comerciales y personales con España- recordaran la última visita de Gustavo Petro, presidente de Colombia, a Madrid.
En una cena oficial, en el Palacio Real y con presencia de los Reyes, el presidente de la República de Colombia, un antiguo guerrillero de la izquierda latinoamericana, lucía sin ningún complejo el Gran Collar de la Orden de Isabel la Católica, máxima condecoración del Estado español a un mandatario extranjero.
Se podría haber extraido de aquel gesto una lectura torticera sobre lo que suponía que Petro llevase sobre su frac semejante distinción en recuerdo de la Reina que impulsó la conquista de América. Pero, lógicamente, primó una visión en perspectiva histórica, las cosas hay que saberlas juzgar teniendo en cuenta su contexto y para eso el papel de la diplomacia es absolutamente esencial. Eso no es óbice para que Petro aludiera en sus intervenciones a las sombras y a las luces que tuvo la presencia española en América. Incluso con alusiones que podrían sonar bastante críticas en semejante auditorio. Pero hacerlo sin un espíritu de desquite y sin resentimiento es muy importante para que tenga credibilidad y se reduzca a una operación de demagogia.
En todo caso, además, teniendo en cuenta que la política exterior es una competencia constitucional del Gobierno, será este el que en su momento, y si lo considera oportuno, debiera proceder a una reflexión sobre esta materia tan sensible para la memoria de los países.
Mientras tanto, los aliados de izquierda del Gobierro, sobre todo Podemos, no han perdido tiempo en rescatar su escenografía contra la Monarquía para justificar su presencia en México. Su pelea es otra y, ciertamente, la Monarquia se enfrenta a algunos frentes delicados entre las nuevas generaciones.