Muchas de las cosas que considerábamos insignificantes las añoramos ahora como muy significativas. Por ejemplo, entrar en un bar sin que nos espantase que encima del mostrador hubiese alimentos expuestos a todos los aerosoles víricos o bacterianos que nos diese por soltar cuando estornudábamos o cuando discutíamos con el vecino de barra sobre las medidas más eficaces para el arreglo instantáneo de los problemas del país, por esa cualidad mágica que tienen los bares de transformarse en una versión alcoholizada del Congreso de los Diputados.
Echamos de menos salir a la calle no para respirar aire puro, porque eso no es patrimonio universal, pero sí al menos para respirar algo que no fuesen nuestras propias toxinas. Recordamos con nostalgia los encuentros distendidos con esos familiares y amigos a los que ahora vemos como amenazas potenciales para nuestra salud. Rememoramos aquellos paseos por la playa sin mascarilla, porque una persona en bañador o en bikini se convierte en una estampa surreal si va enmascarada, e incluso sugiere algún tipo de fetichismo, aunque agradecemos a nuestras autoridades que no hayan impuesto el uso de escafandra.
Echamos de menos muchas cosas, en fin, pero en especial nos echamos de menos a nosotros mismos, convertidos ahora en personas hurañas y asustadizas, en seres emocionalmente fragilizados por un ente invisible, cuando no en sociópatas.
Al principio de esto, optamos por la versión dulcificada del ser humano: la solidaridad, la empatía, la conmiseración por los enfermos, los aplausos. A estas alturas, vamos ya por el individualismo, por la desconfianza y por el sálvese quien pueda, hasta el punto de que vemos a alguien sin mascarilla y se nos despierta un odio irracional, en tanto que los negacionistas de la mascarilla nos ven como borregos amaestrados que asumen el ponerse un bozal como gesto de sumisión. Tampoco podía esperarse mucho más de nosotros.
Nos preguntábamos qué aprenderíamos de esta lección severa que ha supuesto la pandemia, y los más optimistas preconizaban un cambio de mentalidad, por supuesto para bien.
Estamos a principios de agosto y Aranda de Duero (Burgos) ha tenido que volver al confinamiento. Y ya se sabe: a factores idénticos, consecuencias extrapolables. Tiene uno la impresión de que, a pesar de los malos datos sanitarios, estamos dándonos una tregua artificial, a la espera de septiembre, en que nos aguardan experimentos inquietantes: por ejemplo, la vuelta masiva al trabajo y a las aulas, al transporte público y a los grandes focos de contagio de los que muchos han podido huir gracias a las vacaciones. Y a ver por dónde rompe la sorpresa.