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18 marzo 2025 19:37 | Actualizado a 19 marzo 2025 07:00
Natàlia Rodríguez
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Las tormentas con nombre me apasionan. Me han prometido que me van a explicar quién decide llamarlas Laurence, Jana, Andrew, o Martinho. Espero ansiosa el día que una tormenta lleve mi nombre. O mejor. Lleve el nombre de mi madre. Imagino que la pasión por el descontrol climatológico se la debo a ella y a las tormentas de finales de verano, cuando desde la terraza de casa veíamos el cielo inundarse de rayos y contábamos los segundos hasta el trueno. Ahora que casi se anuncia el verano con las lluvias de marzo me da por pensar en las vacaciones. Me he asegurado unos días en un hotelito familiar en el Luberon (las montañas de la Provence). Un sitio que se susurra y que te piden no comuniques porque es casi mágico. Quizás unos días en una casa de campo en Mallorca con sus dueños, escondidos bajo la pérgola acabándonos la sobrasada casera. ¿Existe el lujo? Por supuesto, no es un mito. Pero se pueden elegir otras palabras para entendernos mejor. Refinamiento, cuidado, atención, detalle, cortesía, delicadeza. Un hotel de lujo hace cincuenta años era silencio, buena comida, naturaleza. Hoy es spa, chill out, música con dj, tres piscinas, cutrez sin límites. El mayor lujo es la educación, notar que nos miran a los ojos y nos responden con agilidad y simpatía, de igual a igual, sin servilismo y sin confianzas. Moraleja: el lujo tiene que ver con la personalidad, no con lo aparatoso.

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