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03 noviembre 2024 00:11 | Actualizado a 03 noviembre 2024 07:00
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El apocalipsis de Valencia nos pone cara a cara con nuestra finitud. Con la extrema fragilidad, la casi inconsistencia, de los seres humanos ante el mundo que habitamos. Un mundo que arrogantemente pensamos que podemos gobernar, organizar, someter a nuestro servicio. Basta una sacudida del cielo, del mar o de la tierra para desmoronar ciudades, existencias y comunidades enteras. Para enterrarnos entre montones de coches, incluso los más modernos, los más caros, los más grandes, arrugados como cartones viejos. Contorsionados en una mueca de desespero. Pero la responsabilidad es de los hombres, no de los cielos. Los cielos hacen lo que llevan haciendo desde el inicio de los tiempos. Pero entre cielos y hombres, asistimos a la habitual polémica que ahora la fachoesfera se dedica a alimentar con el «sólo el pueblo salva al pueblo». Al pueblo lo salva -en caso de catástrofe- la previsión, las políticas adecuadas en cada lugar para establecer cómo evitar males mayores. Ejemplo: Japón. En Japón la tierra se mueve. En Japón las normas urbanísticas, los permisos de construcción están adecuados a este riesgo. No hace falta un terremoto ni un tsunami. El mal de Valencia es el mal de Europa. Lo es cada año con los incendios forestales, con las inundaciones que asolan el centro de Europa (Alemania incluida). No hay previsión, no hay preparación. Es el reino del sálvense quien pueda. Al pueblo lo salva la buena gestión. La solidaridad, es otra cosa. Como la caridad.

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