Pies de cerdo

Hace ya unos años que no como carne. Aunque la como cuando se me antoja, pero no es muy a menudo. No tiene que ver con el precio, ni con el corte, ni con el carnicero. Es más bien la pereza que me da pensar lo que conlleva llevarse un animal –mamífero– a la boca. Otro tipo de animales reconozco ser una depredadora sin alma. Desconozco el bienestar animal de las gambas, o de las sardinas. Y ambas deberían merecer el mismo respeto que un lechal de Segovia. Pero soy incapaz de sentir afecto por los habitantes de las pescaderías. El poeta Shelley decía que su cuerpo sería al fin dócil y siervo de su intelecto cuando no comiera otra cosa que frutas y verduras. Tampoco es ese mi objetivo. Mi intelecto –el poco o mucho que atesore– no se comunica con mi paladar, ni con mi consciencia gastronómica. Pero me da pereza el músculo, el sabor de la sangre, me da repelús el color rojo (que sólo acepto en una sandía y en los pimientos). Pero soy poco consistente. Hoy me he comido unos pies de cerdo en un pueblo remoto. Con la gelatina perfecta, he chupado los huesos hasta casi desfallecer. Quizás no sea verdad todo lo que escribo. Ni lo que pienso. Ni lo que imagino.