Siempre he tenido cautela al comentar cualquier aspecto del Partido Popular que pudiera interpretarse como una crítica, dado que en Cataluña adquiere una resonancia no casual y siempre magnificada. Afortunadamente, en este caso, no corro ese riesgo. Porque el Partido Popular no se presenta a las elecciones del 28 de mayo en mi ciudad.
—Amigos tarraconenses: el Partido Popular no se presenta en Tarragona capital.
—¿No?
—No.
Recuerdo que, cuando tuve la oportunidad de conocer a Alberto Núñez Feijoo, en septiembre de 2022, le creí cuando prometió que él nunca, nunca, iba a venir a imponernos nada, ni candidatos ni programas. Aseguró que comprendía el desamparo que sentíamos en Cataluña, un lugar en el que llevar estas siglas es un estigma. También se afanó en hacernos partícipes de su objetivo de recuperar a quienes se habían ido del partido en los últimos años. No prometió –eso también es verdad–, que intentaría no perder a los que llevaban años, ¡o décadas! militando en la capital catalana en la que el Partido Popular no solo había gobernado, sino que había llegado a ganar unas elecciones generales. Su tranquilidad, sus buenos modales, y el hecho de que no necesitara engañarnos, me hicieron creerle. Mariano Rajoy tampoco entendió Cataluña. Pero la ignoró con olimpismo y cierta elegancia mientras pudo. Feijoo, en cambio, asegura conocer una Cataluña que no existe, la de una sonata inédita del Marqués de Bradomín. Aquí no hay un regionalismo amable con el que se pueda tender puentes esperando lealtad recíproca. Rajoy tuvo que aprenderlo a la fuerza en 2017.
El excéntrico y extemporáneo nombramiento de la candidata a la alcaldía de Tarragona tuvo de todo, menos elegancia y olimpismo. Cualquier observador pudo comprender, sin esfuerzo, que ‘a los del PP’ les habían impuesto desde Génova a una alcaldable con la que se quería dejar claro, a golpe de nota de prensa, que despreciaban a las bases del partido. Quienes mandaban de nuevo eran las rancias estirpes que no habían ganado, por cierto, ni un solo congreso. Nos decían así, sencillamente, que el proyecto del Partido Popular de Feijoo en Tarragona era convertirla en el punto de lanza de lo peor de la partitocracia: las vendettas personales, la mediocridad, la ambición desmedida, la ausencia de mérito.
Feijoo no comprende Cataluña. Pero no la ignora, tal vez porque, del regionalismo gallego, lo que conoce mejor son las estructuras de poder que perduran del siglo XIX. Y ahora sabemos que en su ‘catalanismo cordial’ habita un ‘caciquismo cordial’. ¿El resultado? En las próximas elecciones municipales, el Partido Popular no se presenta en Tarragona. La candidatura publicada por la Junta Electoral no tiene nada del Partido Popular y tiene poco de Tarragona. Tras lapidar sin discriminación a quienes trabajaban en el proyecto, se creó, en una probeta, una lista de treinta personas. ¿Quiénes la componen?: independientes; afiliados de Vila-Seca, El Vendrell, Torredembarra, Reus o Badalona; exafiliados que, en general, no parecen convocados en a favor de un proyecto, sino en contra de unas personas.
Confieso que mi desencanto es mínimo comparado con el de afiliados veteranos que me merecen respeto y estima; personas que contribuyeron a que me valiera la pena el paso por la política municipal. Yo no puedo considerarme una veterana. Fue en 2015 cuando en Tarragona hubo quien, con empatía, ideas y razones, me hizo considerar que el PP aún tenía cosas que decir en un momento en el que yo, como otras muchas personas, había dejado de respaldar sus siglas en favor de las de Ciudadanos. Gracias a ello hoy puedo quedarme con lo mejor de la política: el idealismo, la generosidad y la posibilidad de mejorar la vida de las personas. Lo que me enseñó mi padre.
Me sorprende que el Partido Popular haya optado, en Tarragona capital, por el adanismo y la tabula rasa tantas veces identificados, desde Génova, con las nuevas izquierdas (y con el nuevo PSOE). Alguien tendrá que esforzarse, durante esta campaña electoral, en explicar las bondades de un volantazo tan abrupto.