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Días festivos

02 octubre 2022 21:00 | Actualizado a 03 octubre 2022 07:00
Xifré Ramos
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Detesto los días festivos y no sé del todo por qué. Debido a alguna razón insospechada y quizás irreverente no consigo acomodarme a esos días especiales en los que la naturaleza de las gentes se transmuta en un júbilo de entusiasmo desbordado, incluso de felicidad. Tal vez sea que las tradiciones tienen el poder de hacer rebasar nuestras rutinas hasta el punto de suspenderlas de un frenazo y de quebrar toda clase de obligaciones. Es así como millones de personas en todo el mundo siguen sus tradiciones y se juntan con sus comunidades para celebrar todo aquello que social y culturalmente han tomado como propio.

Nuestra vida, a menudo repleta de exigencia y celeridad, se permite parar en esos días que llamamos ‘festivos’ y se da el resurgir de una parte de nosotros, de una parte oculta que, una vez separada del embotamiento del trabajo, se permite florecer relajada y distendidamente bajo una forma bienestar que solo es posible hallar en la comunidad, en las calles y en el contacto con los demás.

Las pausas que otorgan los días festivos se toman desde un consentimiento no firmado, que tiene como propósito evocar unos recuerdos, unos orígenes y una determinada historia. Me asombra la devoción con que miles de ciudadanos consienten este contrato no firmado y dan por hecho el funcionamiento de estas tradiciones, parando sus días por completo y permitiéndose reaparecer con otro rostro y con otra manera de ser; aquí la capacidad transformadora de la cultura popular y de aquello que consideramos tradición.

Tal vez sea que las tradiciones tienen el poder de hacer rebasar nuestras rutinas hasta el punto de suspenderlas de un frenazo, y de quebrar toda clase de obligaciones

No obstante, estoy tratando de descubrir por qué detesto los días festivos, dando palos de ciego, justamente un 25 de septiembre, fiesta de Misericordia en Reus, y fortuitamente, el mismo día en que Italia transformó su parlamento en una oda al fascismo. En la frontera sur de España, los muertos en el mar han vuelto a flotar. Y en Irán han sido detenidas y agredidas centenares de mujeres por denunciar el acoso moral y físico que padecen; en el Líbano, donde la pobreza ha aumentado brutalmente durante los últimos años, los llamados «barcos de la muerte» no cesan de atraer a familias desesperadas hacia una Europa que maltrata a los extranjeros, a no ser que tengan contratos millonarios con equipos de baloncesto.

Las festividades comparten su tiempo con toda variedad de tragedias y nuestro cerebro se acostumbra mecánicamente a una realidad intolerable y cruel, merecedora del Oscar a la película de terror más pura en la Tierra. Y no hace falta que compremos entradas, basta con adivinar la silueta del monstruo que vive detrás de nuestro día a día. Mientras en un lado del mundo alguien celebra su último día de vacaciones, en otro lugar y en el mismo instante un bosque centenario de secuoyas arde; en Arabia Saudí una mujer es castigada por opinar en las redes sociales y en Inglaterra, un rey corrupto y putero representa a su país en un entierro. Todo esto ocurre, también, en esos días festivos, amables y divertidos, donde todo pasa sin más. Allí, tras un andamio de lejanía emocional, hay un nido de abandono y desconsuelo. ¿Por qué me cuesta tanto unirme a esa naturaleza, a este júbilo de los días festivos?

Sería bueno –solo por un momento–, decirlo claro, aunque sea con vergüenza. Ya nos está bien que las grandes desgracias ocurran lejos... de lo contrario nuestras banderas ondearían siempre a media asta y nunca podríamos gozar de los días festivos porque el duelo duraría tanto como la vida misma. Festejemos pues, quien pueda.

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