Vamos acostumbrándonos a que todo sea anómalo y moderadamente absurdo, lo que no quiere decir que lo aceptemos, sino más bien lo contrario: hay una parte de nosotros que se niega a conformarse con esta nueva realidad, que más que nueva es mala y que, más que realidad, tiene mucho de pesadilla. Las autoridades nos piden responsabilidad, y hacemos el propósito de ser responsables, aunque se da el caso de que lo que más nos pide el cuerpo, tras estos meses de rigideces normativas, es un poco de irresponsabilidad, y en eso tenemos más tradición que en lo otro, de modo que a la petición de responsabilidad respondemos con la alegría de quienes en el fondo se sienten invulnerables a la desgracia, que somos casi todos, hasta que nos toca de cerca, y ahí ya no es que optemos por la responsabilidad, sino por el miedo.
A estas alturas, raro es quien no conoce a alguien que haya sido afectado por el virus, lo que hace que la pandemia deje de ser una abstracción estadística en nuestra mente para convertirse en nuestro ánimo en una amenaza concreta. Aparte de un historial médico, muchos de esos enfermos también disponen de una pequeña novela de terror: quien se ha pasado meses sedado e intubado en un hospital, quien se ha sentido morir de repente por falta de aire, quien no puede con su cuerpo. Y es que parece ser que estamos ante un virus imaginativo que ofrece un catálogo surtido de síntomas y de consecuencias y que reparte la desgracia con una aparente aleatoriedad, al igual que los Reyes Magos, que a menudo regalan más a su antojo que con arreglo a los deseos de los pequeños.
No sé. La convención quiere que estas sean fechas de ilusión y de esperanza, pero en este año difícil nada resulta fácil. Nos anuncian que en marzo estará vacunado un 5% de la población, pero resulta que ese 5% es apenas un poco más que nada, de modo que la previsión es que en 2021 sigamos como ahora, aunque sin duda más cansados, más abatidos y con nuestro famoso sentido de la responsabilidad transformado en desesperación, ya que nadie está del todo capacitado para vivir durante demasiado tiempo en la irrealidad, o en una realidad fracturada, o en un mal sueño del que nunca se despierta.
Se supone que estamos obligados a ser optimistas, pero resulta que ese optimismo tendrá que verse cumplido en el futuro, y lo que ahora echamos de menos es el presente. La esperanza se resigna -qué remedio- al medio y largo plazo, pero, cuando el plazo es indefinido, puede imponerse la desesperanza. Aunque aquí seguimos, en fin, a la espera de que el ángel exterminador no derrote al ángel de la guarda. Buena suerte.
Felipe Benítez Reyes: Escritor.