Ayer el sentimiento y la emoción se volvió apoderar de todos los rocieros de Tarragona. Momento, pues de sacar del armario los trajes de flamenca, los mantones y las peinetas. Ni el calor que hacía a primera hora de la tarde evitó que los participantes salieran a la calle con sus tradicionales trajes. Y es que la Romería es, para los andaluces que residen en la ciudad, una manera de acercarse a su tierra y a sus raíces, pero también es sinónimo de familia.
«La primera vez que participe del camino fue en el 1983. No me había subido nunca en un caballo, pero lo recuerdo con mucha emoción. Antes el recorrido era diferente. Pasábamos por la playa de la Arrabassada» recuerda Pepa López. Es toda una veterana y aunque asegura que antes, la celebración era más auténtica porque se andaba por calles que no estaban asfaltadas, esta todavía conserva su esencia. «El camino es una oportunidad para poder disfrutar de los nuestros. Lo comparto con mi nieta y, sin duda, es algo especial», explica López.
Una experiencia que también la comparte con Paqui Reyes. Son vecinas y con el tiempo y gracias a experiencias como el camino, se han convertido en amigas. «Yo me incorporé diez años después que Pepa. Durante mucho tiempo, nos quedamos a dormir en las casetas, pero ahora ya somos mayores. Andamos hasta Bonavista o la Canonja y después volvemos a casa. Para mí, y creo que hablo en nombre de las dos, la Virgen del Rocío es muy importante. Es la nuestra», afirma Reyes. Alrededor de las cuatro y media de la tarde, la Virgen se dejó ver en la plaça del Bisbe Bonet. Seguidamente, esta y las 28 carretas y caballos se dirigieron hacia la primera parada: el tanatorio. Fue en ese lugar donde tocaron la Salve. La mayoría de los participantes durmieron en La Canonja y hoy ya se dirigen hacia La Pineda.