«Lo he pasado muy mal, teniendo un piso que necesitaba y sin poder yo usarlo, mientras dentro vivía otra familia que no me pagaba el alquiler y Serveis Socials ha estado demorando su desahucio durante dos años», lamenta Ricard Salom, vecino de Reus y propietario de una vivienda en la avenida de Pere el Cerimoniós que «desde 2020 ha estado ocupada» y que este 11 de marzo logró recuperar.
El hombre arrendó tiempo atrás el domicilio a una pareja con dos hijos y, al principio, «todo estaba correcto» pero, en un momento dado, los inquilinos dejaron de hacer frente a las cuotas. Salom les pidió entonces que abandonasen el inmueble y ellos «se negaron». Denunció y comenzó así un periplo judicial que le ha costado alrededor de 24 meses y «cuatro fechas de lanzamiento que no se ejecutaban porque los informes de vulnerabilidad lo frenaban continuamente».
El propietario comprende la situación precaria de la familia, pero apunta que «la mía tampoco ha sido fácil» y se queja de que «Serveis Socials ha estado usando mi casa como un piso social mientras a mí también me hacía falta y no me ha ayudado nadie; Serveis Socials he sido yo». Situaciones como la suya resultan cada vez más comunes y se han acentuado con las medidas de protección frente a desahucios aprobadas a partir de la pandemia. Son la otra cara de la moneda de la falta de vivienda asequible y de las dificultades de muchos para acceder a un hogar digno.
Durante estos dos años, Salom ha seguido haciéndose cargo de «pagar la hipoteca, los impuestos al Ayuntamiento, la comunidad y también el agua y la luz cuando ellos no lo hacían». El vecino explica que, coincidiendo con que dejó de percibir el alquiler, su situación personal cambió y «yo mismo necesitaba el piso para poder ir a vivir en él;no lo quería para alquilarlo de nuevo ni para hacer ningún negocio ni nada, sino solo para instalarme y estar normal con mis dos hijos, que yo también los tengo».
Al no poder acceder al domicilio que es suyo, «he tenido que estar viviendo en casa de mi madre, que es muy pequeña, y aún me siento afortunado por haberla tenido a ella porque, viéndome en esas circunstancias, yo no me podía coger un alquiler para mí», y «tuve que buscar otro empleo y ponerme a trabajar diez horas diarias para hacer frente a las facturas, a las que destinaba mucha parte del sueldo porque me llegaban avisos de recargos». «Todo eso no se ha tenido en cuenta», dice.
El hombre cuenta que a la familia a la que arrendaba el apartamento «también se le había acabado ya el contrato de alquiler» justo por esas fechas y que «les ofrecí que se fueran y que nos olvidáramos de la deuda y, aunque en un inicio se comprometieron a ello, luego no lo hicieron y me decían que se marcharían si un juez les obligara». Hasta hoy, ha dejado de recibir «cerca de 7.000 euros» por el alquiler de su casa, a razón de «unos 300 euros al mes por dos años», pero «he continuado pagando impuestos, la hipoteca y todo».
El propietario también apunta que los inquilinos «cobraban ayudas del Ayuntamiento, pero Serveis Socials nunca se aseguró de que esas ayudas fuesen para abonar las cuotas». Fuentes municipales consultadas sobre la manera de proceder en supuestos de este tipo indican que «el Ayuntamiento tiene un sistema de control para que las ayudas se destinen al uso correcto» y que, cuando se trata de subvenciones para vivienda, casi siempre «se pagan directamente al propietario». Pero añaden que, en este caso, «se habían concedido ayudas puntuales, aunque ninguna de ellas fue de alquiler».
En cuanto a los informes de vulnerabilidad requeridos desde el juzgado, «el Ayuntamiento los hace basándose en la situación social de los ocupantes del inmueble», concretan las mismas fuentes. Salom se pregunta «¿y a mí, quién me protege?».Tras el lanzamiento, que se consumó hace 15 días, «tengo que dar de alta la luz y el agua» además de «hacer varias reparaciones porque me han dejado el piso muy mal». El hombre detalla que los inquilinos «estaban enganchados a la corriente y podía haberse metido fuego el edificio».
«Les he llevado por la vía judicial pero, al ser insolventes, yo no veré ni un duro, yo me lo he comido todo y a mí no se me compensará por esto cuando yo no he hecho nada mal, solamente alquilé de buena fe mi piso que por aquella época no necesitaba», expresa Salom. «Estoy muy dolido, ha sido muy duro para mí, me ha costado mucho salir adelante y quiero que se sepa porque no me gustaría que nadie más pasara por ello», concluye, y destaca que «aunque me digan que la ley es la ley, la justicia debe ser igual para todos».
Un conflicto entre dos derechos opuestos
«En principio, el alquiler de un piso se basa en en un contrato en el que las partes establecen un precio y un tiempo de estancia. Una condición básica es que el inquilino pague el alquiler. Si no lo hace, el dueño puede presentarle un juicio de desahucio que es un procedimiento rápido y que generalmente no tiene defensa porque la única defensa es haber pagado», explica Francisco Zapater, abogado a quien el Diari ha consultado sobre el mecanismo que siguen casos de este tipo. Que el inquilino deje de hacer frente a las cuotas, «es una cuestión ajena al contrato» y «en estos procesos, nada más poner la demanda ya se cita par juicio y, en un contexto de normalidad, en dos o tres meses los moradores están en la calle».
«Hasta aquí la teoría», puntualiza Zapater, que dice que «el problema surge en situaciones de anormalidad, como la época Covid», y recuerda que «a raíz de la crisis de 2010 se dictaron algunas normas que protegen a las personas vulnerables se les permite un plazo, otro plazo...». Por otro lado, el abogado apunta que «a Serveis Socials, el juez o quien sea le pide un informe de vulnerabilidad y sus profesionales determinan si la persona tiene esa consideración».
«Son dos derechos antagónicos: el de la propiedad a tener su piso si no le pagan el alquiler y el del inquilino a vivir en un piso, pero cuyo destinatario no es el propietario sino la sociedad», añade. Zapater explica que «hay una tendencia lógica a procurar ser lo menos traumáticos, a dar oportunidades a quien está dentro, y el lanzamiento es una diligencia dramática, para mí de las más dramáticas que hay; el legislador se encuentra entre dos bienes protegidos, entre dos derechos, y hace lo que puede, aunque en realidad no debería ser un problema jurídico sino social». En general, indica, «hay una gran injusticia social, una capa de personas que no pueden tener un techo y se las buscan para aguantar lo máximo posible en un piso».