Cuando Joe Biden ganó las elecciones el pasado otoño algunos nos preguntamos si el mandato de Donald Trump se convertiría en un paréntesis en la historia de EE UU o si, por el contrario, los cuatro años de Biden sería la excepción en el giro de la superpotencia hacia el populismo. La aguda polarización de la sociedad norteamericana justificaba este temor. La respuesta a la inquietante pregunta dependía de la capacidad en buena medida del nuevo presidente de tender puentes y unir a sus conciudadanos. El otro factor era la capacidad del partido republicano de pasar página, moverse al centro y distanciarse de la herencia trumpista. Diez meses después el país sigue profundamente escindido en dos mitades. La acción de gobierno de Biden no ha atraído a muchos votantes del otro lado. Ha conseguido aprobar una legislación muy relevante para la recuperación económica y la inversión pública en infraestructuras. Pero los republicanos recelan de sus propuestas de subidas de impuestos y de su agenda social.
Donald Trump, por su parte, sigue controlando férreamente la formación conservadora y purga a aquellos que buscan renovarla. El anterior presidente está dispuesto a protagonizar las elecciones de 2024, bien como candidato, bien como patrocinador de un nuevo cartel electoral. Su deseo de revancha sigue intacto, mientras juega al golf en Florida. Trabaja para que los responsables del escrutinio en las elecciones presidenciales en los Estados donde gobiernan los republicanos sean personas muy afines al partido. Respalda a los candidatos pata negra trumpista en distintas elecciones locales y estatales e insiste en teorías conspiranoicas sobre la falta de limpieza de las elecciones de noviembre 2020, después de perder más de sesenta pleitos sobre esta cuestión. Está a punto de lanzar su propia red social, que se llamará ‘Truth social’, como respuesta a la cancelación de sus cuentas en Facebook y Twitter (entre otras razones por incitar a la violencia el 6 de enero de 2020, cuando el Capitolio fue asaltado por los suyos).
Este es un punto clave de su estrategia política: con presencia en una red social, las probabilidades de Trump de dominar el ciclo de noticias y definir los marcos mentales de los debates públicos aumentan de forma exponencial. Lógicamente, preferiría volver a una plataforma ya consolidada, preferiblemente Twitter, donde arrasaba en número de seguidores. Llama la atención que la responsabilidad de devolverle o no la cuenta en esta red depende de la abogada interna de la empresa, que no rinde cuentas más que a su presidente y no tiene directrices claras para tomar una decisión crucial para la democracia norteamericana y el planeta.