Imaginen que nos encontramos sentados en una gran sala, completamente a oscuras; se escuchan piropos, gemidos de placer, jadeos de dolor, y quejidos de quienes se han quedado en doble fila. Asistimos a una auténtica orgía democrática. Casi todas las noticias, artículos y tertulias están relacionadas o bien con los pactos de las elecciones municipales y autonómicas de mayo, o bien con los de las futuras generales, de julio.
Nunca antes se habían convocado comicios el día siguiente de finalizar los anteriores ni tampoco habían tenido tan poca consideración con los electores para celebrarlos en plenas vacaciones estivales; y quizá, por esta doble novedad, está haciéndose visible lo indecorosa que es la erótica del poder.
En esa línea rosa se movía un artículo de Marius Carol en La Vanguardia, ‘Ménage à trois’, tildando de obsceno el acuerdo propuesto por Ada Colau para acariciar un poco más la vara de mando. Y que ha terminado con el ganador-perdedor, Trias, diciendo «Que us bombin a tots».
Antaño había cierto recato con respetar la voluntad de la mayoría de la gente, cuatro años tampoco es mucho tiempo, pero algunos están dispuestos a yacer con su enemigo para ser alcalde por un día. Alcaldes rotatorios, cronómetro y calculadora en mano. Así ha sucedido en muchos consistorios donde varios partidos multicolores se han unido de forma antinatural para dejar fuera a la fuerza más votada.
Mientras que en la localidad pacense de Jerez de los Caballeros los del PP y Cs (6) han hecho alcalde al de Podemos (1) para evitar el gobierno del PSOE (6), en la canaria Arucas han pactado los dos partidos para repartirse las 30 concejalías (22 PSOE y 8 PP).
Son solo algunas perlas de un sinfín de negociaciones donde se dejan de lado los discursos, ideologías o ideas en que la gente cree y justifican la participación ciudadana. Aquí, en Cataluña, los acuerdos con el PSOE han quebrado al independentismo. Arnaldo Otegi critica que PNV y PSV cierren una alianza contra EH Bildu con el PP para darle la vuelta a la tortilla en el Ayuntamiento de Vitoria-Gasteiz, el de Durango o la Diputación Foral de Gipuzkoa.
Seguimos sentados en la oscura sala del placer donde se practica sexo sin amor ni compromiso. Uno que está invistiendo a otro le dice mientras lo besa como Judas, «Perdóname por lo que vas a escuchar en la próxima campaña».
Álex Saldaña, en estas páginas, decía que se trata de tocar cuanto se pueda. Como en el amor, vale todo para conseguir los miles y miles de cargos que hay en juego en la inmensa bolsa de trabajo temporal. «Cariño, no me tomes en cuenta lo que dije de tu madre en el mitin», susurra otro a punto de caramelo.
Unos comisarios anotan todo para luego defenderse del contrario arguyendo que también estaba poniéndose morado. Y viendo el panorama, los electores deben tener la sensación de que sus votos, al penetrar por la rejilla de la urna, se transforman en vales para canjear por puestos de trabajo. Porque mucha gente está indignada con el tejemaneje.
La sanción debería ser el castigo del electorado en las siguientes elecciones, como sucede en muchos países, pero todos se entregan al frenesí como cosacos y nadie se libra del pecado. Podrías pensar erróneamente que la respuesta ciudadana debiera ser quedarse tomando una paella en Benidorm, pero a los políticos, en el fondo, no solo se la refanfinfla la abstención, sino que calculan la movilización de los electores según sus intereses.
Estos pactos entre partidos, pre o post electorales, no han sido estudiados en profundidad desde una perspectiva jurídica. Entendemos en general que tienen tan poco valor como las promesas electorales. Su naturaleza jurídica es claramente mercantil y se rigen por la teoría general de las obligaciones y contratos.
No pueden ser contrarios a la moral ni a las buenas costumbres y sin embargo los llaman ‘pactos de la (poca) vergüenza’ o el ‘pacto Trágala’; y se tildan de indignos, escandalosos, rastreros, bochornosos o de bajada de pantalones por los propios políticos que los suscriben.
Una de las joyas que nos está proporcionando este momento se ha producido en el pacto de Sumar con Unidas Podemos, se ha acuñado un nuevo término que a cualquier jurista le erizará el vello. Consiste en firmar sin acuerdo un acuerdo. Es el fin del Derecho romano.
El punto de partida es que cuando Yolanda Díaz desea que le saquen de encima a Irene Montero, no es una propuesta, sino una imposición a punta de pistola. Y, en consecuencia, la prestación del consentimiento, solo sí es sí, ya contiene en su interior el vicio de la coacción. Son papel mojado que anuncia que, lejos de respetar el principio por el cual los acuerdos nos vinculan (Pacta sunt servanda), más pronto que tarde te la van a meter doblada.
Estos acuerdos entre partidos perdedores son el verdadero fraude electoral y no los pucherazos o los votos comprados. Es la traición del mandatario al mandante en quien depositó su confianza. «Por favor encender la luz, hay que poner un poco de orden», grita alguien como en el chiste de la orgía.
Es hora de que Jesús expulse de malas maneras a todos los mercaderes por haber convertido el templo de la democracia en una cueva de cambistas.