En el año 2010, la Corte Suprema de Estados Unidos emitió una sentencia que cambiaría la política estadounidense. En el dictamen del caso conocido como Citizens United, los magistrados consideraron legal que las empresas privadas o corporaciones en el país hicieran ilimitadas donaciones de dinero a las campañas políticas (hasta entonces, estaban limitadas).
El argumento fundamental de los magistrados fue que limitar las donaciones suponía una violación a la primera Enmienda de la Constitución, la que defiende la libertad de expresión. Desde entonces, cientos, miles de empresas pueden destinar parte de sus recursos a financiar campañas políticas, ayudando a determinados candidatos a ganar las elecciones locales, estatales o federales. En otras palabras, esas empresas hacen público su apoyo –destinando recursos– a la agenda política de determinados candidatos.
Entonces, la decisión de la Corte fue criticada porque suponía, para algunos, dejar en desventaja a la mayoría de estadounidenses que no tienen esos recursos, que no tienen esa capacidad económica para influir en una elección, y ya se sabe que para ganar unas elecciones se necesitan muchas cosas pero, sobre todo, se necesita dinero para pagar la campaña.
La decisión de la Corte Suprema en el caso de Citizens United, de alguna manera acercó la política a los intereses empresariales o de los poderosos y, por ende, los alejó del ciudadano medio.
El entonces líder de la minoría del Senado, el republicano Mitch McConnell –quien hoy vuelve a ser el líder de la minoría de su partido en la Cámara Alta–, celebró la decisión asegurando que fue «un paso importante» para «restaurar los derechos de la Primera Enmienda de estos grupos».
Los demócratas y muchas organizaciones de derechos civiles criticaron a la Corte. Desde California hasta Nueva York se instó al Congreso a revocar el estatus de «persona jurídica» para las empresas que les amparaba a hacer esos aportes ilimitados.
Hoy, diez años después, el partido republicano enfrenta una campaña de protesta por parte de grandes empresas de Estados Unidos. Diversos estados en los que el gobernador y los congresos estatales están bajo su control, sus líderes conservadores impulsan leyes que buscan regular el voto, pero que, en la práctica, están restringiendo el derecho al voto de minorías y en zonas donde en las últimas elecciones el resultado ha favorecido a los demócratas.
Dicen que es necesario una regulación para hacer más seguras las elecciones y evitar el fraude, pero lo cierto es que no hay evidencias de fraude en las elecciones estadounidenses y los casos que se conocen son pocos y, en ningún caso, relevantes como para que cambiara el resultado electoral de una contienda determinada.
Según el Centro Brennan para la Justicia de la Universidad de Nueva York, «políticos de todos los niveles de gobierno han afirmado repetida y falsamente que las elecciones de 2016, 2018 y 2020 se vieron empañadas por un gran número de personas que votaron ilegalmente. Sin embargo, una extensa investigación revela que el fraude es muy poco común, la suplantación de los votantes es prácticamente inexistente y muchos casos de presunto fraude son, de hecho, errores de los votantes o administradores. Lo mismo ocurre con las boletas electorales por correo, que son seguras y esenciales para realizar elecciones seguras en medio de la pandemia de coronavirus».
Las consecuencias de estas leyes son relevantes porque estados como Florida, Texas o Georgia –con gran peso en las elecciones presidenciales– podrían ser definitivas para que uno u otro partido ganara, y en esos tres estados los republicanos han aprobado o estudian leyes que restringen el voto demócrata.
Frente a esto, Amazon, BlackRock, Google, Warren Buffett y cientos de otras empresas y ejecutivos firmaron estos días una declaración pública en la que se opone a «cualquier legislación discriminatoria» que dificulte el voto de las personas. Y la respuesta de Mitch McConnell ha sido, literalmente, la de pedirles que «se mantengan al margen de la política».
Si la Corte Suprema, en su polémica decisión de 2010, abrió la puerta a una suerte de legalización de la influencia corporativa o empresarial en la política, los republicanos —que entonces aplaudieron la decisión que les ha garantizado miles de millones de dólares para sus campañas— ahora deben ser coherentes y aceptar que esas empresas están también en su derecho a protestar o tomar decisiones contra las leyes republicanas que consideran dañinas para la democracia estadounidense.
Gustau Alegret es periodista. Trabaja en Washington para el canal internacional de noticias NTN24.