Afganistán vuelve a estar a merced de la milicia fundamentalista, las mujeres en máximo peligro y las feministas calladas. Mes de agosto, temperaturas elevadísimas, ganas de vacaciones, de descanso de mar y de montaña, en el horizonte del deseo, una tregua a las preocupaciones y la cotidianidad. La canícula veraniega no es muy proclive a grandes debates, ni a tertulias muy sesudas, todos más pendientes del ir y venir por senderos apacibles y bebidas refrescantes que de grandes y trascendentales cuestiones, pero ha pasado y no podemos girarnos de espalda.
Veinte años después de la invasión de Estados Unidos que arrojó del poder a los talibanes, estos han conseguido volver y hacerse con el 90% de Afganistán y como lobos, que lo son, con piel de cordero, aseguran que no tomarán represalias contra los funcionarios que han colaborado con el ejercito de Estados Unidos, ni contra las mujeres. ¿Alguien se lo puede creer?
Leo en lo medios de comunicación que el aeropuerto de Kabul es en estos momentos un enjambre de personas que quieren huir del desastre, siendo quizás, el único lugar seguro del país ya que está protegido por la comunidad internacional. España ha desplazado dos aviones para repatriar a todo el personal de la embajada y a los españoles residentes en el país que quieran abandonar Afganistán.
En este inconmensurable desastre de guerra y sangre, de miedo, incertidumbre y desasosiego, me pregunto por la seguridad y los derechos de las mujeres sometidas nuevamente al régimen Talibán. La Organización de derechos Human Rights Watch ha recogido en sus redes sociales informaciones contrastadas que demuestran que en los lugares que conquistan, las mujeres son sometidas al régimen de terror de los talibanes. «El país va a retroceder 200 años», según Mahboba Saraj, directora de la Red de Mujeres Afganas. Es conocido por todos que los talibanes ya impusieron entre 1996 y 2001 una interpretación radical del islam, obligando a las niñas a dejar la escuela a los diez años y condenando a las mujeres a cubrirse con el burka.
Yo sé lo que se siente bajo un burka. Años atrás en una charla sobre el fundamentalismo, las religiones y el peso de la radicalidad, tuve en mis manos un burka. El trozo de tela gruesa de color azul añil, en forma de saco, que cubre de arriba a bajo, desde la cabeza hasta los tobillos a quien se lo enfunda, es la forma más rápida de hacer desaparecer a alguien. Una vez metida dentro del burka, la envoltura de tela gruesa y muy pesada, la oscuridad se hace total, solamente aliviada por una mirilla en forma de rejilla a la altura de los ojos. Esta pequeña abertura a la vida solo permite la visión, un metro por delante y a la altura del suelo.
Todo el paisaje desaparece tras el burka, toda la vida se reduce a los pasos del guía que te pueda acompañar justo por delante, a un lado y al otro la visión no existe. No ves a nadie, nadie te ve, no eres mujer, ni persona, eres solamente un bulto de ropa, que te hace insegura al andar, indefensa ante lo desconocido y necesitada de ayuda. Sencillamente desapareces a los ojos de todos, te vuelves invisible, dejas de existir. Esto es a lo que los talibanes van a someter a las mujeres de Afganistán, mientras acabamos de disfrutar de nuestras vacaciones del mes de agosto.
A solamente doce horas en avión desde España, se está extendiendo de nuevo el terror talibán, las mujeres regresarán a una Edad Media sin ningún derecho, las niñas no volverán a la escuela y los derechos fundamentales del sexo femenino dejarán de existir una vez más. ¿De qué nos sirve a las luchadoras por los derechos de la mujer reivindicar la igualdad de trato, de derechos y de respeto si la comunidad mundial no actúa ante la barbarie?
Desde la I Conferencia Mundial, realizada en México en 1975, hasta la IV Conferencia Mundial de la Mujer celebrada en Pekín en 1995, la Plataforma de Acción de Beijing, pasando por los encuentros por la Paz de Nueva York y los ministerios de igualdad, nos llenamos la boca de reivindicaciones y de redactados a favor de la Mujer y de la niña, incluso la agenda 2030 intenta potenciar y proteger los derechos de la Mujer.
Pero hoy, en este caluroso mes de agosto, no hay imágenes de mujeres libres en el aeropuerto de Kabul, ejerciendo su voluntad de abandonar el país que han tomado los talibanes. Hoy solo está el miedo de unas mujeres por tener que vivir bajo la opresión Talibán y la desilusión de otras que vemos cómo la comunidad internacional abandona a su suerte una vez más a la Mujer.
El pánico que sentí antaño bajo el burka, que me ahogaba, me hacía sumamente vulnerable, me desdibujaba mi condición femenina de mujer, me sometía a la voluntad del cuidado de otros y me hacía invisible para todos, quiero que hoy se convierta en un grito de libertad para las mujeres de Kabul. No podemos girarnos de espaldas a la realidad de Afganistán y que semejante barbarie tenga visos de permanencia. Afganistán vuelve a estar a merced de la milicia fundamentalista, las mujeres en máximo peligro y las feministas calladas.