En un país donde un tercio de la población admite sin rubor que en el último año –e imagino que también ha sucedido en muchos anteriores– no ha leído un solo libro e incluso algunos se jactan de no haberlo hecho –sí, la ignorancia tiende a ser atrevida–, resulta reconfortante toparse con esas iniciativas y personas que promocionan la cultura no solo como la mejor vacuna contra la barbarie y la falta de criterio, sino incluso como medicina para el cuerpo y el alma.
Como es el caso del alcalde de la localidad granadina de Alpujarra de la Sierra, que hace año y medio tuvo la feliz idea de transformar la única cabina de teléfonos en desuso que quedaba en el pueblo en una especie de minibiblioteca pública donde los habitantes de este municipio pueden dejar un libro y coger otro. La ocurrencia del edil, un médico rural jubilado, ha tenido tanto éxito –él mismo resalta lo bien cuidado que está el pequeño recinto acristalado y lo respetuosos que son los vecinos con los volúmenes que toman prestados– que quiere pedir a Telefónica una decena de cabinas más para extender su proyecto por toda la población y recetar a más vecinos la pasión por la lectura.
Y, hablando de recetas, quizá se podría aliar con esa farmacéutica de Almiserà, un pequeño pueblo de 279 habitantes en el interior de la provincia de Valencia, que ofrece entre los medicamentos que vende algunos libros.
Y resulta que estos son tan eficientes como las propias medicinas, pues los clientes, según cuenta la boticaria, salen por la puerta «en un estado de salud mejor» que al entrar, pues si no les arregla a nivel físico con medicinas o con un consejo farmacéutico, muchas veces les recomienda una lectura que les mejore el ánimo. Que, desde luego, no es poco.