Francesc Bobé, médico, tenía 53 años cuando, el 19 de diciembre de 2018, sufrió un ictus de madrugada. La rapidez con la que actuaron los sanitarios fue encomiable. El sistema, no tanto. Aunque llegó al Hospital Joan XXIII a tiempo, tuvo que ser trasladado a Bellvitge porque en Tarragona no se practicaban trombectomías. Cuando fue intervenido, ya tenía el 35% del cerebro necrosado. Las secuelas le cambiaron la vida para siempre. Nunca más pudo ejercer como médico. Cinco años después, esta situación aún no ha cambiado. En Tarragona, esta técnica clave contra los ictus —la trombectomía— solo se realiza de lunes a viernes, de 8 a 20 h. En otras palabras: el 37% del tiempo. Si usted sufre un ictus fuera de ese horario, será derivado a Barcelona, con el riesgo de llegar tarde a un tratamiento que, si se aplica a tiempo, puede evitar daños neurológicos irreversibles. Como recuerda el propio Bobé: «El tiempo es cerebro». Esta limitación no es una cuestión menor, sino una cuestión de vida o muerte. No puede ser que la atención sanitaria dependa del código postal o del día de la semana. No puede ser que los ciudadanos del Camp de Tarragona tengan menos posibilidades de salir ilesos de un ictus que quienes viven en Barcelona.
Pero la injusticia no solo la sufren los pacientes. La padecen también —y cada vez más— los profesionales sanitarios. El Col·legi de Metges alerta de que las doctoras de atención primaria son el colectivo que más agresiones sufre. Una tendencia al alza que refleja un malestar profundo en el sistema y una falta de protección institucional inaceptable. Las agresiones a médicos, enfermeras y personal sanitario no son solo una muestra de violencia individual, sino un síntoma colectivo de un sistema tensionado al límite.
La situación de Francesc Bobé es un símbolo de algo más profundo. No es un caso aislado: es la punta del iceberg. En Tarragona se ha mejorado técnicamente en los últimos años, pero seguimos sin acceso pleno a tratamientos críticos. Y los profesionales que sostienen nuestro sistema con esfuerzo y compromiso están agotados, infravalorados y, en demasiadas ocasiones, desprotegidos. La sanidad pública no puede permitirse seguir funcionando a medio gas. De ello dependen nuestras vidas.