Pau Casals es a la música lo que Gaudí a la arquitectura. El Diari dedica este sábado ocho páginas a glosar la figura del músico con ocasión del 43 Festival de Música que lleva su nombre. El violonchelista de El Vendrell ingenió y desarrolló innovaciones nunca vistas en la ejecución del violonchelo, al que convirtió en un gran instrumento solista. Como director y maestro, figura en la categoría de músico de músicos por su profundidad expresiva. Para Eugene Ormandy, el director de orquesta y violinista húngaro, Casals era «posiblemente el músico vivo más extraordinario del mundo». Su interpretación de El cant dels ocells es un símbolo de paz y libertad en todo el mundo. En su madurez, promovió fundaciones y festivales para el impulso y la divulgación de la música. También fue un hombre de paz. Así le gustaba definirse. En 1971 compuso el Himno a las Naciones Unidas, que dirigió en un concierto en la sede de la ONU en Nueva York.
El enorme talento de Casals y su contribución a la cultura universal no le evitó sufrir un duro exilio desde 1939 hasta su muerte, en 1973, a causa de sus ideas políticas, de su catalanismo. En 1979, de acuerdo con su deseo de regresar a Cataluncuando se restableciera la democracia, fue trasladado a El Vendrell, en cuyo cementerio reposa hoy.
Episodios similares se han repetido mil veces en la historia reciente de España. Este mismo viernes se ha cerrado un capítulo parecido –salvadas las distancias, claro está– con el regreso de algunos de los exiliados independentistas. La celebración del genio de Casals debe hacernos pensar en el daño que causa la intolerancia hacia ideas que pueden parecer un desvarío, un sinsentido y hasta una traición, y por ello resultar insoportables o inconcebibles. Al extraordinario músico y hombre de paz que fue Pau Casals se le privó de su casa y de su patria porque sus ideas parecían desgraciadas e insufribles a la dictadura. Todos perdimos mucho. Quizá es hora que la trayectoria de Pau Casals inspire el propósito de una convivencia mejor.