El jueves, el presidente Biden perdió el primer debate, que puede convertirse en el único de la campaña. Solo haciendo el esfuerzo de escuchar con atención sus argumentos y réplicas durante 90 minutos, uno encuentra sensatez y buen conocimiento de todos los asuntos que trata. Pero el aspirante demócrata habló demasiado deprisa, sin energía y con dificultad, mostró pequeños lapsus y, en definitiva, proyectó una imagen de debilidad muy preocupante. La pregunta ahora no es si su salud le permite estar cuatro años más en la Casa Blanca, sino si puede resistir cuatro meses de campaña electoral.
Enfrente, Donald Trump supo aprovechar la situación, no interrumpió y se dedicó a repetir argumentos sencillos y apocalípticos, muchas veces fundados en mentiras, sobre inmigración, guerras, economía, aborto y crimen, todo ello con convicción y sin alterarse. Consiguió convertir el debate en un referéndum sobre la capacidad de Biden para gobernar, en vez de una elección entre visiones del mundo opuestas. Los demócratas pidieron este debate en junio para relanzar su campaña y han conseguido lo contrario.
Para reemplazar a Biden lo más sencillo sería que él mismo renuncie a continuar la campaña, algo improbable porque su entorno más cercano le anima a seguir -posiblemente ellos son los verdaderos adictos al poder- con el argumento banal de que sólo el actual presidente ha vencido a Trump en unas elecciones. Una solución más complicada es que la Convención de Chicago de agosto se emancipe y descabalgue al presidente.