Cuando era pequeño iba al huerto de mis tíos con mi hermano Alfred. Jugábamos cada tarde al salir del colegio y paseábamos al perrito que teníamos.
Está al lado de casa, e íbamos a pie por la calle Mangrané de Roquetes. De hecho, se accede al huerto por la calle Sant Marià i está en medio de la ciudad, justo al lado del camino del colegio.
Al huerto nos encontrábamos con algunos amigos, cada uno con su pequeño perro, e íbamos hasta el camino del Observatorio meteorológico, cerca del colegio, donde había un cañar y una explanada donde nuestros chuchos podían correr, y también nosotros con ellos.
Toda esta tradición contaba siempre con la mirada atenta del Port de Caro, la cordillera que acompaña a lo lejos los pueblos del Baix Ebre. Al Port de Caro también íbamos a menudo, incluso a pie por el camino que sube a la montaña y que tiene tantas curvas que le llamábamos ‘caracol’. Actualmente está asfaltado. Se hacía muy pesado, y era casi imposible llegar arriba del todo cuando éramos pequeños y lo recorríamos a pie. La parte más difícil era la previa al ‘caracol’, Carreretes: un camino tan largo que nos costaba recorrerlo manteniendo el paso y el ritmo antes de la subida a la montaña. A veces, nuestros padres nos hacían el favor de acompañarnos en coche hasta allá, donde empezaba la pendiente.
El Port de Caro es la cima más alta del macizo de los Ports de Tortosa-Beseit, y siempre está presente, como un decorado, cuando visito el huerto. A veces tiene un color azulado; otras, se ve con más detalle y se pueden diferenciar los colores de la vegetación y de la tierra. Mucha gente de Roquetes tiene un huerto o un patio al lado de casa. En estos huertos pasan los meses de calor en verano y, además, tienen plantados árboles fruteros y diferentes tipos de hortalizas para el consumo familiar. En el de mi padre y mis tíos hay mandarinos y ahora lo cuida mi primo. Muchos de estos huertos tienen una palmera llena de dátiles. Cuando íbamos allí cada tarde comíamos un montón de dátiles. También tomates acabados de cosechar.
Normalmente había un pozo que servía para regar. El agua llegaba desde el pozo por una cenia y se utilizaban cangilones para sacarla. El esfuerzo lo hacía un burro, que no paraba de dar vueltas. En todas las plantaciones había un pequeño canal hecho de azulejos y piedras. Cuando llegaba el agua fresca del pozo era una fiesta, y nosotros y los perros nos bañábamos los pies.
Recuerdo la granja de pollos que había en una parte del huerto y que por entonces ya no se le daba uso. Un año se instaló un chico, Joan creo que se llamaba, que imprimía lunares de polvillo de terciopelo de varios colores en unas ropas de tarlatana. Aquellos tejidos servían para confeccionar los vestidos de las muñecas de las tómbolas. ¡Era un mundo fascinante! Estamos hablando de los años setenta, lógicamente. Lo imprimía como si se tratara de serigrafía, pero encima de la ropa. El taller/granja, entonces, estaba lleno de ropas y polvos de diversos colores. Cuando no estaba Joan, cogíamos un poco de polvo de terciopelo y lo lanzábamos al aire creando nubes de colores. Imitábamos el efecto que genera el cielo cuando se disparan fuegos artificiales en las fiestas mayores de los pueblos. Nosotros sentíamos que celebrábamos las fiestas mayores de nuestro huerto, y hasta dibujábamos y escribíamos a mano un programa de fiestas, y nombrábamos a la pubilla, que cada año era la misma niña, la Rosa Mari, la más guapa y rubia de las niñas de la calle Sant Marià.
Ahora todo son recuerdos que me vienen a la mente cada vez que voy a Roquetes y vuelvo al huerto del carrer Sant Marià, Ya no está el pequeño perro, ni tampoco ningún chico que trabaje con ropas de colores para vestir muñecas. Pero todavía veo bajar el agua desde la cenia y puedo comer las mandarinas más buenas del mundo.