El sur de Groenlandia es bonito, remoto y salvaje. Solo en este lugar del mundo es posible contemplar unas montañas de una belleza especial, tener la sensación durante días de que eres la única persona en el mundo que está caminando por estos lugares, aunque sea el mes de agosto; contemplar los colores de la aurora boreal; remar entre icebergs con el packraft mientras las focas pasan por delante. Ver alguna ballena que se sumerge y te despide al sacar la cola». Gerard Anton (Tarragona, 1984) sonríe y le brillan los ojos cuando recuerda el trekking en solitario y la travesía que realizó en packraft -un pequeño kayak deshinchable que se hace imprescindible para moverse por la isla-.
Las fotografías y vídeos que captó no dejan lugar a la duda: Groenlandia es uno de los mayores espectáculos visuales que existen en el planeta Tierra y él mismo define el valle de Klosterdalen como el más bonito que ha visto en su vida.
Pero tan idílico viaje se acabó transformando en una pesadilla de la que afortunadamente Gerard salió vivo. Fue su mayor aventura, reconoce, y lo dice él que está acostumbrado a experiencias insólitas y a la vez arriesgadas que le han puesto al límite en varias ocasiones.
Todo empezó según lo previsto en Igaliku. Allí Gerard inició su ruta de 250 kilómetros (200 a pie y unos 50 en packraft) con una simple mochila de 20 kilos. Dentro, el kayak hinchable, seis kilos de comida liofilizada y los elementos imprescindibles para ser autosuficiente durante los 12 primeros días, en los que no pasaría por ningún pueblo.
Las complicaciones surgieron a medida que fue avanzando: matorrales interminables, zonas pantanosas en la que los pies se hundían, bloques de roca gigantes que muchas veces le obligaban a retroceder y buscar un nuevo camino; el fatídico bosque groenlandés -formado por árboles de unos dos metros con unas frondosas ramas que le hacían casi imposible avanzar-; remar contra corriente.... y encima la pérdida de la válvula del packraft, lo que le obligaba a soplar a pulmón para hincharlo. Sólo el espectacular entorno del fiordo de Tasermiut compensaba todo su esfuerzo.
Nada comparable sin embargo con su caída al agua y a la pérdida de su tienda, río abajo, que le obligó a pedir rescate ante el elevado riesgo de hipotermia (la gélida temperatura del agua le hizo perder calor corporal y no le hubiera quedado otra que pasar la noche al raso pese a que su mochila estanca había salvaguardado su ropa y manta térmica).
Por si fuera poco le esperaba una última sorpresa después de su decisión de seguir y realizar los últimos 70 km a pie: la angustia de saber que en cualquier momento podía cruzarse con algún oso polar debido a la presencia de varios ejemplares llegados desde el inlandis por el deshielo. Gerard, que caminaba desarmado puesto que le habían insistido en la remota posibilidad de toparse con alguno, tuvo la ‘fortuna’ de que el oso que divisó a solo 50 metros estaba devorando una oveja. Salvó el pellejo, pero aún hoy convive con ese susto mayúsculo.