En Cadaqués, justo delante de la playa principal, unas sillas vacías del Bar Boia simbolizan mucho más que la clausura de un establecimiento. Tras casi 80 años de historia, el Bar Boia cierra sus puertas, dejando un vacío cultural y emocional que resuena entre locales, visitantes y una larga lista de personalidades culturales que encontraron en este lugar su refugio, un punto de encuentro y una ventana al mundo.
Fundado el 24 de junio por Alejandro Kontós, Pilar Faixó y Martinet Faixó, el Boia comenzó como un humilde chiringuito de madera frente al Mediterráneo. Con el tiempo, se transformó en un epicentro cultural, una especie de ágora moderna esencial para los locales e imán para las grandes mentes del siglo XX. Desde Salvador Dalí hasta Gabriel García Márquez, pasando por Marcel Duchamp, Man Ray, J.V. Foix y Josep Pla, entre muchos otros, el Boia no solo sirvió copas y comidas. Sirvió ideas, inspiración y humanidad.
Persona antes que personaje
En un mundo que muchas veces encasilla a las grandes figuras de la cultura como monumentos intocables, el Boia fue un espacio donde estas celebridades dejaban de ser estrellas para convertirse en persona. «En el Boia no importaba quién eras; nos fijábamos en cómo eras como persona. Y eso las personalidades que lo visitaron lo agradecían», explica Pere Vehí, propietario del bar, nieto de Alejandro Kontós y testigo de estas décadas de esplendor. Aquí Salvador Dalí no era el genio de la extravagancia, sino un vecino que compartía risas y copas de champán con amigos que, igual que él, formaban parte de la elite cultural de la época.
Cara el mar, Pere Vehí recuerda una mesa de los años setenta-ochenta. Las sillas estaban ocupadas por Rafael Santos Torroella, Luís Romero, Guillermo Díaz-Plaja, J.V Foix, Angel Planells y Joan Josep Tharrats que aprovechaban el lugar para tener conversaciones triviales sobre las sencilleces de la vida entre amigos. Aunque también conversaron de temas más controvertidos como la intención de urbanizar el cabo de Cala Nans.
Era el mismo Rafael Santos-Toroella quien venía nadando hacia el bar desde la playa de Portdoguer a primera hora de la mañana. Al salir del agua, escogía una mesa a la que sabía que irían sentándose a su lado otras personalidades de la intelectualidad cultural hasta reunirse tantos que tenía que juntar dos mesas.
Tener a Salvador Dalí sentado al lado terminó siendo habitual para la clientela más fiel al Boia, tanto que casi lo consideraban un anónimo más. Aunque es cierto que en los últimos años en los cuales Dalí visito el bar eran algunos los curiosos que esperaban pacientemente a que el pintor les diera permiso para acercarse a su mesa y pedirle un autógrafo.
El Boia era un lugar donde se tejían amistades improbables, como la de la gran actriz, y posteriormente ministra de cultura y ciencia de Grecia, Melina Mercouri y el abuelo Alejandro Kontós, ambos unidos por la lengua griega.
La lista de artistas que disfrutaron del local es interminable. Mario Vargas Llosa, Richard Hamilton, Antoni Pitxot, Gabriel García Márquez, Joan Ponç... Pero el Boia no era solo para ellos. Para los locales fue y era una extensión de sus hogares, un lugar que les ha visto crecer, reír, enamorarse y desenamorarse. También lo fue y era para los veraneantes, entre los que me incluyo. He pasado muchas tardes en sus mesas escribiendo en mi diario y se convirtió en uno de los lugares donde descubrí que quería ser periodista, que deseaba contar historias y preservar memorias. Hoy le hago mi pequeño homenaje, consciente de que Cadaqués ha perdido mucho más que un bar: ha perdido un faro cultural y un símbolo de su esencia. «El Boia es casa», dicen quienes lloran su pérdida y es que el Boia tenía ese efecto de convertirse en casa, aunque solo fueras una vez.
Lugares emblemáticos
A pesar de su valor innegable, el Boia sucumbe ante la implacable normativa de costas que exige una separación mínima de 150 metros entre bares en playas urbanas. Una ley que en este caso clausura (o arranca) un pedazo de identidad cadaquesenca.
El cierre no es solo una tragedia local, sino un síntoma de algo más grande: nuestra incapacidad como sociedad para proteger los lugares que dan sentido a nuestra historia. La pregunta que debemos hacernos no es si esta ley es justa, sino por qué permitimos que normas impersonales borren de un plumazo décadas de historia y cultura.
El Boia era un lugar donde las fronteras entre lo local y lo universal se diluían, donde la cultura de Cadaqués se conectaba con el mundo. Esto es lo que hace únicos a lugares como el Boia: no son monumentos estáticos, sino espacios vivos que evolucionan con el tiempo, acumulando historias y significados. Cuando desaparecen, no solo perdemos un edificio o un negocio, sino un punto de referencia, un testigo silencioso de la historia cotidiana y extraordinaria.
Esto no es solo el final de una era; es una advertencia. Si no comenzamos a valorar y proteger los espacios que nos conectan con nuestra historia y cultura, estaremos condenados a vivir en un mundo sin raíces, donde los recuerdos se desvanecen tan rápido como las olas que rompen en la costa de Cadaqués.
Estamos perdiendo identidad, conexión y cultura. Ahora, el Boia Bar se apaga, pero queda una pregunta que nos sigue: ¿qué estamos haciendo para proteger los lugares que realmente importan?