El próximo 28 de agosto se cumplirán cien años del nacimiento de unos de los hombres más prolíficos del siglo XX: Fernando Fernán Gómez. Fue actor y escritor, fundó el premio de novela del Café Gijón, dirigió películas, teatro y radio; escribió poesía, piezas de teatro, novelas y guiones de cine; fue académico de la RAE, de las caras más populares del cine, el teatro y la televisión española, misántropo público y trabajador por obligación, es decir, necesidad.
Hay una grabación en la que explica que la razón por la que trabajó tanto fue la necesidad económica, dice con calma que podría haberse pasado la vida sin hacer nada en caso de haber nacido rentista. Pero nada más lejos de lo que fue su vida: hijo de cómica y madre soltera, nació en Lima pero fue inscrito en el registro de Buenos Aires, el oficio de cómico era casi una consecuencia natural. Escribió unas estupendas memorias, El tiempo amarillo, que toman el título de unos versos de Miguel Hernández y arrancan con el recuerdo de las celebraciones del día que se proclamó la II República y su abuela lo llevó a la calle a celebrar –su madre era en cambio monárquica–; lo que dispara ese recuerdo es la entrega de una medalla que le hace el rey tantos años después.
Dejó un testimonio-tesoro del gusto que podía ser escucharle hablar, de su inteligencia, su cultura y sus habilidades como conversador en La silla de Fernando, de Luis Alegre y David Trueba, que se definió como película-conversación. Ahí compartía algunas observaciones certeras, como aquello de que el deporte nacional en España no es la envidia, que requiere de una cierta admiración, sino el desprecio.
Filmoteca Española ha programado un ciclo en su homenaje, es de suponer que habrá otras celebraciones, y la editorial Pepitas de Calabaza se ha sumado a las conmemoraciones reeditando su primera novela, El vendedor de naranjas, una sátira sobre el mundo del cine que tiene como protagonista a un escritor –que en realidad vive de dar clases particulares en una academia– que cree que por fin va a salir de la precariedad porque le han llamado los del cine para encargarle que arregle el guión de una película que está a punto de rodarse.
La edición de Pepitas de Calabaza de la primera novela de Fernando Fernán Gómez, lleva un enjundioso epílogo firmado por Aguilar y Cabrerizo donde hacen una síntesis del personaje y su importancia en la cultura española. El productor en quien Lafuente, protagonista y narrador de la novela, confía a pesar de todos los indicios en contra es un vendedor de naranjas, de ahí el título, y la cosa empieza a dar mala espina pronto: “Habíamos acordado Miró y yo que percibiría el primer tercio de mis honorarios siete días después de comenzada la película. Pero como ese día cayó en martes, me suplicaron que aguardase hasta el sábado, que era el día de caja. La cosa parecía de lo más normal, pero falló, porque, al no estar mi dinero en la previsión previsión de la segunda semana, sino en la de la primera, se encontraron cuando me presenté a cobrar con que no tenían efectivo suficiente. Insinué que me pagasen con un cheque pero Miró me dijo que eso era imposible por una cuestión de sistema. Debía esperarme a la semana siguiente, que ya contarían conmigo en la previsión de fondos.” Pero el problema de Lafuente no será solo la solvencia del productor sino todo lo que ha presumido de la oportunidad que le ha llegado ante sus amigos escritores en el café.
La novela es ágil y divertida, destapa las miserias y como dos de las películas más asombrosas de Fernán Gómez como director, El mundo sigue y El extraño viaje, explora la relación con el dinero: qué supone no tenerlo y anhelarlo, qué sucede cuando aparece la posibilidad de tenerlo, qué estamos dispuestos a hacer, incluyendo algún crimen, o qué estamos dispuestos a creer con tal de salir de la miseria.
Fernán Gómez tenía la idea de hacer una especie de actualización de la picaresca española y no hay duda de que lo consiguió.