«A la playa íbamos todas las vecinas con los niños y niñas, casi todos de la misma edad. Llevábamos los cubos y las palas, las pelotas y la merienda. Mientras que vosotros jugabais, nosotras charlábamos de nuestras cosas, aunque siempre pendientes de que no os pasara nada». Es mi madre la que recuerda con nostalgia y cariño esos veranos en los que los días pasaban volando entre la fina arena y la cristalina agua de L’Arrabassada.
Uno de esos niños que hizo de la playa su lugar favorito era yo. Lo que no he sido consciente hasta el paso de los años es que yo fui un privilegiado. Un heredero del movimiento vecinal que consiguió que llegar a l’Arrabassada fuese más sencillo. La línea 61 conectó a Campclar, Campo Claro para los que somos de allí, y el resto de barrios de Ponent con una de las mejores playas de la ciudad. Algo que me recuerda a lo que sucedió en Barcelona y que tan bien relata la película de El 47.
Yo recuerdo con mucho cariño todas esas largas jornadas de playeo. Recuerdo cómo bajaba repleto de ilusión a la parada de debajo de casa delante de la Iglesia de Santa Tecla de Campclar y allí mis ojos chispeaban cuando veía aparecer ese bus rojiblanco con el número 61 al frente. En mi mochila llevaba todo lo que necesitaba para ser feliz. Una toalla, cubos, palas y lo que no podía faltar, una pelota de fútbol.
Muchas caras conocidas
A mi lado siempre estaba mi compañera favorita de aventuras, mi madre. Mi padre trabajaba de camarero los fines de semana y por eso el bus era la única manera de ir a la playa de una manera relativamente cómoda. El viaje duraba media hora, pero se hacía eterno. Eso al menos sucedía en la ida, porque en la vuelta era todo lo contrario. Recuerdo que el bus paraba en muchos puntos de los barrios de Ponent y eso provocaba que se fuera llenando hasta acabar a rebosar. Daba la casualidad, ahora ya lo entiendo todo, que en él siempre se subían compañeros de colegio o conocidos del barrio. Éramos todos iguales, aunque por aquel entonces todavía no lo sabíamos.
Mi madre era la que se encarga de las cosas que para ella eran muy importante, pero para mí no tanto. Bendita ignorancia, cuantos problemas te quita de encima... Ella llevaba la crema de sol, la nevera con esa agua fresquita que tanto gusto daba beber, esa Coca-Cola a media tarde que daba la vida con ese gas burbujeante, ese melocotón cortado que sabía a puro paraíso, esa funda de las gafas imprescindible para que no se rallaran... Ella lo llevaba todo porque nunca se le olvidaba nada. Las madres ya eran en aquella época la inteligencia artificial del siglo XXI. A mí me encantaba llegar a la playa darme un chapuzón e ir a jugar a fútbol playa en las míticas porterías que colocaban durante dos meses en la arena de l’Arrabassada. Yo era un niño tímido al que le costaba socializar, pero allí estaba mi madre para decirles a los chicos más grandes que estaban jugando casi siempre un partidillo que me dejaran jugar. Y así era, de repente, yo ya era el niño más feliz del mundo.
Un bus con mil historias
Los días pasaban volando y recuerdo que cuando comenzaba a bajar el calor coincidía con la hora en la que mi madre me apresuraba a recoger. Lo hacíamos juntos y luego rápidamente me duchaba para quitarme la sal antes de esperar el último bus 61 de vuelta. En un pequeño muro de piedra yo esperaba ansioso de volver a casa. Cuando el autocar rojiblanco aparecía de nuevo, mi mente ya cruzaba los dedos para tener un asiento libre. El bus comenzaba vacío en l’Arrabassada, pero se llenaba de inmediato. Los más rápidos iban sentados, el resto a esperar a que se fuese vaciando. Campclar era la penúltima parada, así que al menos me consolaba que mi viaje terminaría sentado.
En aquellos no existían los móviles de hoy en día, ni siquiera los MP3 o MP4... así que hacer volar la imaginación era la mejor manera de hacer más ameno el viaje. Yo por aquel entonces recuerdo pensar en lo que iba a hacer al llegar a casa. Ya fuera ver fútbol, ver dibujos o jugar a la videoconsola, mis tres grandes pasiones. No obstante, el pensamiento que nunca faltaba era el bocadillo vegetal de merienda-cena que mi madre me iba a preparar. No existe mejor bocadillo que ese ni existirá. Lechuga, mayonesa, atún y un pan recién comprado en la panadería de debajo de casa. Ese sueño se convertía en realidad una vez que me duchaba por segunda vez en casa. Recuerdo zamparme ese manjar en el sofá con el pelo húmedo y una sensación de frescor a la que hoy llamo felicidad. El 61 y la playa de l’Arrabassada siempre serán especiales.