A Aurelio Tubilla le abrazan los niños. El afecto es recíproco. «Lo más bonito que alguna vez me han dicho es que para ellos soy su segundo padre», dice. Hay en esos apretones de los entrenadores de balonmano una realidad amable y otra amarga. «Ves cómo los niños se acercan aquí y necesitan calor, un abrazo que a veces no tienen en casa, porque te dicen que el padre está siempre fuera, o que está en Marruecos», cuenta Aurelio, sincerándose: «Lo que hago es enseñarles un deporte, formarles en valores, completar el aprendizaje de la escuela y estar a su lado en momentos difíciles».
Hablar de Aurelio es hacerlo del Tarragona Handbol Club, una entidad que en 2018 celebra 30 años de vida. Él siempre ha estado ahí, grandote y con barba blanca, con su talante de humanidad y bonhomía en un contexto difícil, Sant Salvador, quizás el barrio más humilde de Tarragona, donde la crisis devastó y donde la inmigración perfiló el paisanaje.
Aurelio, tarraconense prejubilado de 61 años, no es sólo un entrenador entrañable ni el esforzado coordinador de la base del club. Sus lecciones de vida sacan de la calle a niños y a adolescentes, y lo hace de forma altruista. «Hace siete años fundé un proyecto en el club porque vi que había muchos niños en el barrio que estaban en la calle. No podían hacer ninguna actividad porque los padres no podían pagar ningún tipo de cuota, por baja que fuera. Ni de 10 euros al mes. Tienen que pagar el piso, dar de comer…».
Así fundó la escuela de balonmano Aurelio Tubilla, un proyecto solidario, donde ningún entrenador ni monitor cobra, para formar a aquellos chavales más desfavorecidos: «Creo en esa función del deporte que puede salvar vidas, quitar a la gente de la calle, para hacer incluso que no caigan en la droga o en la delincuencia. También es una forma de integrar a las familias que no se conocen».
La quimera de comprar un balón
No es Sant Salvador un barrio fácil. La escuela es un reflejo. «Hablamos de familias que lo pasan mal pero también saben vivir con menos», admite. Comprarse unas bambas, un balón o un chándal es a veces una quimera. Por eso interviene él. «Nos vienen a veces niños con zapatos, con botas de fútbol, con zapatillas que no sirven para esta pista. La triste realidad, aunque no te lo digan, es que no hay dinero en casa para comprar unas zapatillas. Por eso intentamos conseguir ayudas para material, e incluso queremos intentar reforzar la alimentación, dándoles algún zumo o alguna galleta los días de entrenamiento, porque detectamos que muchos niños no están bien nutridos».
Aurelio habla de justicia, de empatía, de sacrificio, de autoestima, de compañerismo, de respeto, de esfuerzo, de humildad, de solidaridad y de trabajo en equipo, valores que inculca en sus sesiones bajo una frase de mandamiento que le gusta recalcar: «No jugamos para ganar pero de vez en cuando ganamos». La dijo cuando recibió un premio Ones Mediterrània. Luego matiza: «Tampoco somos una guardería. Aquí hay normas estrictas. Sí que acabas cuidando a los niños varias tardes a la semana pero también les hacemos aprender un deporte, esforzarse en mejorar. No vienen a pasar el rato».
Vencer es consecuencia natural de hacer las cosas bien. Parece el discurso de uno de esos entrenadores cautos y modestos. Un ejemplo: el equipo benjamín de la escuela se proclamó campeón de Catalunya al vencer al todopoderoso Granollers. «Nadie en la provincia había ganado al Granollers. Eso es muy difícil, y lo consiguieron unos niños de un proyecto solidario, en un equipo en el que no había ningún español».
De Marruecos a Nigeria
Marroquíes o nigerianos integran buena parte del grupo de 130 chavales que cada semana se ejercitan tres días en la escuela. En algún lugar al que han ido a jugar les han dicho que el equipo parecía la ONU. «Hay niños de familias desestructuradas, en los que quizás el divorcio de los padres no fue bien. Los niños no sólo necesitan comer y dormir, también un cariño, un entorno pacífico para formarse como personas de bien». Aurelio ve el avance en las calles. Ahora hay más chavales jugando en las plazas, en las calles del barrio, generando colectividad con el balonmano como elemento cohesionador.
El Tarragona Handbol Club batalla contra la precariedad y siempre busca una salida. «Sabemos que los niños crecen y que, aunque tengan calidad, a lo mejor cuando dejen la escuela no van a poder pagar la cuota para seguir jugando. Las licencias valen mucho dinero, el material, los viajes por toda Catalunya…». Toda ayuda es bienvenida: la de una exjugadora que tiene una empresa en Castellón y que aporta lo que puede, la del ayuntamiento, la de las empresas o la que podría venir en el futuro del Consulado de Marruecos en Tarragona.
Para Aurelio el contacto con los muchachos es vital, también en su otra faceta: profesor de ajedrez. En ese otro deporte brilló de joven. Fue el número 1 en la provincia en partidas rápidas y el segundo en lentas. Jugó en competición hasta pasados los 30 años, cuando el balonmano le absorbió por completo: «Me retiré de lo mío, de lo individual, para dedicarme a lo colectivo, que era donde más se me necesitaba».
Ahora, también de manera altruista, da clases de ajedrez a niños en la Escola Sant Salvador. «Es un juego de inteligencia para trabajar el cerebro». Por eso este año también imparte lecciones con el tablero en el instituto del barrio, una iniciativa pionera. «Se trata de entrenar la mente para mejorar en ‘mates’. Y en eso estamos. Es un juego de comer y de que no te coman, es cruento porque tienes que engañar al otro, pero sirve mucho», añade Aurelio, incansable en su multifaceta benéfica y educadora. «Me gratifica saber que contribuyo algo a que todos los niños tengan las mismas oportunidades», culmina.