Más impuestos que nunca. Los ayuntamientos se han aferrado a ellos para sobrevivir en las épocas duras, y siguen haciéndolo. La vida municipal recobra la rutina y los equipos económicos de los ayuntamientos ya tienen sobre la mesa un debate crucial: la actualización de las ordenanzas de impuestos y tasas. De esa labor, y de los números que de ella se derive, dependerá en buena parte la segunda tarea a abordar unos meses después, la de elaborar los presupuestos de cara al próximo año.
Según las cifras recopiladas por Hacienda al respecto de los presupuestos municipales de 2018, seis de cada diez euros de los ingresos proceden en Tarragona directamente de los bolsillos de los ciudadanos, a través de impuestos y tasas. Los ayuntamientos de la provincia tuvieron unos ingresos el año pasado de 1.202 millones de euros, según los datos recabados por el Ministerio de Hacienda, a quien rinden cuentas las corporaciones locales. De esos ingresos, 699 millones de euros procedieron del sufrido contribuyente: 467 millones de euros en impuestos directos, 19 millones en indirectos y 213 millones aportados a través de tasas y ordenanzas. Entre 2008 y 2018, los tributos recaudados se han incrementado un 38%, pasando de 506 millones a 699.
Presión fiscal
La presión fiscal es, pues, la mayor fuente de ingresos de los consistorios, que tienen en las transferencias corrientes (sobre todo las que llegan de otras administraciones) la otra pata fundamental de sus economías, con más de 352 millones de euros a lo largo del año pasado. Por eso la tarea de actualización de tasas y ordenanzas es tan importante.
Otro análisis en perspectiva muestra la evolución desde el prisma provincial. De los 503 millones recaudados en 2007, antes de que llegara la crisis, a los 634 de 2017. Son 131 millones más obtenidos fundamentalmente del ciudadano, exprimido justo durante esos años más duros en los que el desempleo ha golpeado con dureza. En este tiempo, algunos impuestos se han erigido en verdaderas tablas de salvación para la ya un poco más aliviada situación económica de los consistorios. Alcaldes y concejales sacan pecho del saneamiento conseguido en los últimos años, aunque a decir verdad esa gestión eficiente se ha logrado a golpe de incrementar la presión al ciudadano.
Hay un tributo clave en esa tesitura: el Impuesto de Bienes Inmuebles (IBI). Los datos corroboran ese mito popular que defiende que, pase lo que pase, el recibo de la contribución siempre sube. Porque si hay un tributo que nunca ha conocido la burbuja inmobiliaria (y su posterior estallido), ese es el IBI, la salvación y la niña bonita de los ayuntamientos y, además, un tributo que grava al propietario y del que resulta imposible escapar.
Las subidas de tipos –en manos de cada ayuntamiento– y de valores catastrales –se hace una petición al Estado– han provocado que en los últimos años la recaudación del IBI se haya disparado pese a que los valores de la vivienda nueva se han depreciado un 24%, como pone de relieve un informe de Sociedad de Tasación.
Las sucesivas revisiones catastrales a las que se han acogido los ayuntamientos han sido claves en ese incremento, así como la regularización catastral iniciada por el Gobierno en 2013 y finalizada en 2018. La comparativa no deja lugar a dudas: de los 186 millones recaudados por la contribución en 2007 a los 320 de 2017. Es un incremento de un 72%, no justificable por el ligero aumento de la población experimentado.
Manel Sosa, secretario de la Cambra de la Propietat Urbana de Tarragona, explica la esencia del IBI: «Es de los impuestos más importantes en los que se apoya la economía municipal. Es un impuesto sobre bienes raíces, que están arraigados, y viene del derecho romano. Es un recurso fijo y sistemático, al contrario que los vehículos o los comercios, que pueden ser más volubles».
Los ingresos varían en función de las características de cada municipio, como indica Sosa: «Hay poblaciones pequeñas como La Pobla de Mafumet o La Canonja donde una parte importante de los impuestos viene de las grandes industrias y entonces el IBI no es tan importante». Sosa cree que la contribución es en ocasiones una especie de recurso fácil para los consistorios: «Cuando no saben cómo aumentar los ingresos, van al IBI».
En parecida línea se expresa Daniel Viader, profesor colaborador de los Estudios de Derecho y Ciencia Política de la UOC, además de experto en fiscalidad y Derecho Tributario: «El saneamiento de las cuentas municipales ha tenido la misma receta que muchas situaciones, y ha sido distribuir toda la pérdida de la crisis de manera universal entre todos los contribuyentes, socializándola». Viader cree que, «en el marco normativo tan encorsetado de los ayuntamientos, una de las pocas herramientas para tener una pequeña soberanía es aumentar los ingresos y no hay impuesto más fácil que el IBI».
El profesor de la UOC considera que es sencillo actuar sobre un tributo que «no se puede deslocalizar» y menciona un desequilibrio en aumento: «las revisiones de los inmuebles que ha hecho el Catastro no se corresponden con el valor real de mercado, que es mucho más bajo, después de todo lo sucedido tras el estallido de la burbuja. Aunque el valor catastral no tiene que reflejar el valor real, porque es un indicador administrativo, es una realidad que se toma como referencia».
La plusvalía, un impuesto declarado inconstitucional al gravar un aumento del valor del suelo en una transacción cuando en muchos casos no lo ha habido, también ha sido un asidero estos años para los ayuntamientos. Su recaudación ha subido un 44% en la última década. Aún no se percibe en términos recaudatorios en la provincia el varapalo de la justicia pero es probable que sus ingresos bajen en el futuro.