Su DNI dice que nació en Buenos Aires hace 55 años y que vive en Barcelona. Pero Rubén Guiñazú lo corrige con filosofía y levedad: «Este 18 de agosto cumplo un año». Piensa, en realidad, que nació de nuevo hace un año en Cambrils; cuando aquella madrugada salió del quirófano del Joan XXIII tras más de cinco horas de operación en maxilofacial; cuando dejó el hospital tarraconense después de ocho días, la mayor parte en la UCI, y estuvo en la Vall d’Hebron hasta el 5 de septiembre. «Ahora se acerca un momento difícil porque es el de recordar. Es feo y es duro. Yo traté de recuperarme rápido. Volví pronto al trabajo. Luego también ha habido ayuda médica y psicológica», cuenta.
A Rubén y a su pareja, Núria Figueras (59 años), la casualidad les llevó aquella noche a pasear delante del Club Nàutic de Cambrils. Aquel jueves, el tristemente célebre 17-A, era su último día de veraneo en la villa marinera. Se hospedaban en el hotel Centurión. «Estuvimos viendo por la tele lo que había pasado en Barcelona. Fuimos a cenar más tarde de lo habitual», cuenta Núria. «Nos quedó una sensación medio rara, pero salimos y fuimos a cenar», explica él. La comida fue rápida. Hasta tuvieron tiempo de ir a escuchar algo de música en directo apoyados en la barandilla del Nàutic. «Queríamos hacer tiempo para poder coger el bus que nos iba a dejar delante de la puerta del hotel», relata Núria.
Ella, tras todo el voltaje emocional de lo sucedido en Barcelona, tuvo un gesto: «Había una pareja de Mossos a la salida del Nàutic y tuve la necesidad de saludarles, de decirles ‘bona nit’». Caminaban tranquilos, en dirección a la parada de bus. Luego pasó. «Escuchamos un estruendo. Nos giramos y vimos el coche volcado. Creí que era un accidente de gente ebria. Y empezamos a escuchar disparos y a correr», rememora Rubén.
Ambos se tiraron al suelo. Él boca arriba y ella boca abajo, en medio del caos y el barullo. Y en mitad de eso, gente corriendo por el paseo de Cambrils, sin saber quién era quién. «Le veo venir pero no logro verle la cara. Yo estaba semitirado en el suelo», cuenta Rubén. Entonces el yihadista le apuñaló en la cara. «Yo mismo me quité el cuchillo y, con la adrenalina del momento, mi primera intención era tirárselo a él después, pero ya empezó a salir tanta sangre que me empecé a ahogar. Yo le decía a Núria que me moría».
Un señor que pasaba le alivió: «Me dijo que no era una bala, pero sí un corte profundo». Lo que pasó luego sucedió en minutos que parecieron una eternidad. «Se oían más tiros pero no sabías de dónde venían. Llegamos hasta un chiringuito que se llama Neptuno. Nos ayudaron. Vinieron unos chavales con toallas y comprimieron las heridas», narra Núria. Manteles y servilletas sirvieron para taponar la cara de Rubén, que había perdido mucha sangre.
Una hoja de 14 centímetros
Fue trasladado, por fin, al CAP, donde les atendió el médico de guardia. A Núria le curaron las heridas, básicamente rasguños de impactos contra el suelo. A Rubén le enviaron rápidamente a Joan XXIII para que fuera intervenido de urgencia. «Mi siguiente recuerdo es despertar intubado en la UCI», dice él. El equipo médico le operó de las graves heridas que le provocó la hoja de 14 centímetros de un cuchillo que le seccionó partes de la lengua, las amígdalas y las cuerdas vocales. «Iba a salvar la vida pero me preocupaban las secuelas, que no pudiera hablar más. Los médicos me dijeron que sí hablaría, pero que le cambiaría la voz», relata Núria.
Rubén se adapta hoy a esa nueva vida con alguna secuela física en el rostro, como un menor parpadeo del habitual, un labio algo más caído de lo normal y una cicatriz de varios centímetros en la cara que, con el tiempo, se irá borrando. También queda la batalla psicológica. Esa aún se libra.
Núria combate con el agravamiento de una depresión y se refugia de las estridencias sonoras en la calle: «Cada 15 días voy al psiquiatra y me han añadido más medicación. Tampoco tolero el ruido ambiental». Rubén quiso volver pronto a su trabajo de comercial de reformas. Lo hizo en diciembre. Reanudó la vida cotidiana con el reto de arrinconar traumas. Hoy habla de sus agresores sin rencor: «No siento odio hacia ellos, sino más bien lástima. Eran unos chicos jóvenes que se dejaron embaucar, les comieron la cabeza», afirma. Casi que, para Rubén, aquellos yihadistas fueron unas víctimas de la radicalización: «Me da pena que haya gente que siga cayendo en esto de los falsos profetas. Es una especie de ejército oculto. Tendrían que buscar y perseguir a la gente que les hace eso, que les come la cabeza así».