No tengo dudas de que ustedes estarán más interesados en el caso Obregón que en los Yale. Y harán bien.
En el ‘caso Obregón’ tenemos casi todos los hechos necesarios para el debate. Un muerto, el hijo, y su esperma, se entiende que congelado. Su voluntad, supuestamente expresada, de que su material genético debía utilizarse para procrear después de su muerte.
La expresión de esa voluntad, con las imprecisiones que hablan al mismo tiempo de un testamento ológrafo y una declaración oral. Una mujer que se presta a ser inseminada mediante una retribución (o indemnización) con la formalización de un contrato (nuevamente la forma).
Una mujer que da a luz como consecuencia del proceso de gestación, que en este caso parece ser la misma que la inseminada; y que siempre hemos llamado la madre, pero que ahora se nos ha ocurrido denominar con el nombre de mujer gestante, madre gestante, o la más terrible de vientre de alquiler.
Y, por última, alguien que aparece y que en base a un contrato (y a un acto administrativo o judicial realizado en un país extranjero) va a ser considerada como La Madre.
La opinión pública se ha dividido. Los políticos se han posicionado a favor y en contra, lo cual no ayuda ni mucho menos a un debate serio y riguroso de este tema. Tampoco ayuda que Obregón sea una artista conocida, que tenga dinero y que, en consecuencia, se pueda permitir acudir fuera de España a una técnica costosa y de difícil acceso para otras personas.
Mientras tanto una preciosa niña (los niños siempre son preciosos) es cuidada y alimentada por una mujer que dice ser su madre y que podría ser su abuela. Menudo lío.
Es un tema propicio para más de un artículo de opinión. A ello me he puesto, cuando he recordado que ya había escrito sobre todo esto en estas mismas páginas hace seis años. ‘Mater incerta est’, ‘Madres por encargo’ y ‘¿De quién es mi esperma?’, son los títulos de estos artículos, alguno de los cuales pueden consultar en internet. Poco se puede añadir. Es entonces que me he acordado de los Yale.
A finales del siglo pasado y del milenio anterior al presente, publiqué mi primera edición de Derecho de familia, una comparativa entre el derecho catalán y el Código Civil español. Acababan de ser publicadas dos importantes leyes civiles sobre derecho de familia en Cataluña: el Código de Familia y la ley de Uniones Estables de pareja.
La pregunta clave que en esa época se hacía la sociedad y el legislador (¡no se asusten¡) era si las parejas homosexuales podían ser constitutivas de una familia en todos los sentidos. El legislador catalán nos daba una respuesta implícita al aprobar estas dos leyes: una llevaba por título Código de Familia y la que regulaba las parejas homosexuales quedaba fuera del mismo.
El libro tenía la siguiente dedicatoria: «A los Yale de Irían Jaya, que también tiene su familia, y su Derecho de familia, aunque diferente». El libro no se vendió mal y algunos años después salió una segunda edición, con ocasión de la supresión del Código de Familia y la Ley de Uniones Estables de pareja, y su sustitución por el texto actual (Libro segunda ‘persona y familia’ del Código civil catalán).
El nuevo texto legal, ahora vigente, da por zanjada la cuestión que se planteaba a finales del milenio anterior y define la familia bajo una órbita heterogénea. En esta segunda edición se volvía reproducir la misma dedicatoria. Nadie en ningún momento me ha preguntado sobre la misma, y menos, si quería decir algo con ella.
Los Yale de Irían Jaya son una de las múltiples tribus existentes en la parte indonesia de la isla de Papua Nueva Guinea, que permanecieron ocultas durante miles de años hasta que fueron descubiertos a mediados del siglo pasado. El asentamiento yale estaba integrado por una serie de chozas en cada una de las cuales vivían una mujer, unos niños y unos cerdos; en otra cabaña convivían todos los hombres, en muchas ocasiones acompañados de la momia de un ancestro.
Tres preguntas
Primera. ¿Quiénes eran los padres de estos niños yales, una persona en concreto de la cabaña de los hombres, o eso era algo que no importaba lo más mínimo y todos en el fondo lo eran? ¿Podíamos hablar de que cada cabaña era una familia, o lo relevante era la unión de todos los miembros del asentamiento y la protección de los pequeños?
Segunda. ¿Qué quería advertir con mi dedicatoria repetida en dos ediciones muy distintas? Que lo que leían a continuación era un Derecho de Familia «aquí y ahora», que, como nuestras leyes civiles recientes, es cambiante; un derecho que no representaba la única verdad sobre estas materias, ni en el tiempo ni en el espacio, y ni siquiera nos asegura una certeza moral. Es nuestro derecho, pero no el de los ‘otros’, tan lícito y ético como el propio.
Tercera. ¿Qué dirían los yales de nuestros debates actuales? Desde su cultura ancestral nos comunicarían dos principios, que puede que compartamos: que nos pongamos como nos pongamos la que da a luz es la madre; y que la maternidad (o la paternidad) es algo muy diferente, poque es la asunción de un ‘estatus’ con relación a los niños. Temas complejos, pero de algo estoy seguro, que nunca he visto unos niños tan felices como aquellos que saltaban de una roca a otra, tuvieran, o no, padres o madres.
Tenían razón en estar más interesados en el ‘caso Obregón’. Les prometo una tribuna, si la dirección me lo permite.