Si hubieran existido los teléfonos inteligentes en el siglo pasado, cómo habría cambiado la historia. Los selfies. Un selfie en campaña electoral no se le niega a nadie, al fin y al cabo para eso están allí los políticos, en la calle: para convencer a la gente de que les vote, y si el potencial elector les pide una foto, ¿qué hacen, se la niegan? Los teléfonos de los demás, listos para grabar cualquier apuñalamiento, pelea, asesinato sin intervenir ni llamar al 112 porque, precisamente, están filmando: están ocupados.
¿Qué habría pasado durante la transición si en cada esquina, en cada espacio, decenas de personas hubiesen estado dispuestas a inmortalizar el momento? Hubiera existido la posibilidad de pactos, acuerdos, encuentros, cenas...El oasis catalán y su entente cordiale, donde todo parecía funcionar como un perfecto engranaje. Tú a lo tuyo, yo a lo mío, y Dios en lo de todos. Paz onírica sin testimonios. Un mundo opaco, feliz, indulgente. Los políticos son así, decíamos. En Francia, los equilibrios saltan por los aires, pero todo empezó con un selfie. «Eh Manu», le gritó un chaval al recién elegido presidente de la República, «saquémonos un selfie». Macron le respondió, seco: «trátame de usted, llámame Monsieur le President». Un selfie, millones de personas asistieron en directo al descalabro. La crisis empezó entonces.
